Errar no es fracasar, es comprender mejor

En los espacios educativos, el error ha sido tradicionalmente visto como un signo de debilidad o una falla que debe evitarse. Sin embargo, Paulo Freire (1970) nos invita a resignificarlo profundamente: equivocarse no es caer, es comenzar a comprender con más hondura. En el caso de quienes ejercen la función directiva, esta postura no solo resulta liberadora, sino profundamente transformadora para toda la comunidad escolar.

Cuando el directivo reconoce el error como parte natural del proceso de aprendizaje, envía un poderoso mensaje a su equipo y a las y los estudiantes: no se espera perfección, sino autenticidad, reflexión y compromiso con el crecimiento colectivo. Esta actitud genera condiciones para fortalecer el trabajo colaborativo, pues las personas se sienten más seguras de aportar ideas, asumir riesgos y construir aprendizajes desde la experiencia compartida, incluso cuando esta viene acompañada de tropiezos.

Un liderazgo que se atreve a reconocer sus errores no pierde autoridad; gana humanidad. Mejora el clima escolar porque promueve la apertura y el diálogo. Favorece mejores relaciones laborales porque crea un ambiente donde se valora la honestidad y la posibilidad de rectificar. Y, en consecuencia, mejora el ambiente de aprendizaje para las niñas, niños y adolescentes, quienes perciben que el error no es una amenaza, sino un peldaño hacia una comprensión más significativa.

Este enfoque permite consolidar una cultura escolar en la que se aprende con otros, desde la humildad, la escucha y el deseo profundo de mejorar. La mejora continua no comienza en los manuales, sino en la capacidad del directivo de enseñar con su ejemplo que crecer también es equivocarse.

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El error como aprendizaje

Quienes ejercen funciones directivas en los centros escolares enfrentan diariamente el reto de acompañar procesos de aprendizaje que no solo implican dominar contenidos académicos, sino también crear condiciones humanas, emocionales y pedagógicas que favorezcan el crecimiento integral de toda la comunidad educativa. En este contexto, uno de los elementos más poderosos para transformar las prácticas en las escuelas es la actitud que se asume frente al error.

Como lo señala Stenhouse (1987), aprender del error requiere humildad y apertura, pero también un entorno que promueva la reflexión como herramienta de transformación. Esto cobra especial relevancia en el ámbito directivo, ya que no basta con exigir resultados o implementar cambios sin considerar las condiciones humanas que los rodean. Se vuelve fundamental construir espacios en los que el error no se castigue, sino que se analice, se dialogue y se convierta en una oportunidad para avanzar.

Desde esta mirada, el papel del liderazgo escolar se orienta hacia el fortalecimiento del trabajo colaborativo, la mejora del clima escolar y el impulso de relaciones más horizontales entre quienes conforman la comunidad. Un entorno directivo que valora la reflexión por encima de la perfección fomenta la confianza, la participación activa del personal docente, y con ello, la mejora del ambiente de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.

En última instancia, comprender y asumir esta perspectiva transforma la forma en que se lideran los centros escolares: ya no desde la búsqueda de controlar todo, sino desde el compromiso de construir colectivamente mejores condiciones para aprender, enseñar y convivir.

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