El tamaño de los grupos importa

“La reducción del número de estudiantes por aula no sólo mejora los aprendizajes, sino que incrementa la motivación y el compromiso tanto del profesorado como del alumnado”. Glass y Smith.

En México, uno de los problemas más persistentes y críticos en el ámbito educativo radica en el excesivo número de estudiantes por grupo. Nuestro país se ubica entre los miembros de la OCDE con las cifras más elevadas, alcanzando salones de 40, 50 e incluso más estudiantes. Esta condición coloca al personal docente en clara desventaja para desarrollar mejores procesos pedagógicos, limitando la posibilidad de ofrecer un acompañamiento diferenciado y afectando directamente el aprendizaje de millones de niñas, niños y adolescentes.

El hecho de que estas decisiones se encuentren en manos de las Secretarías de Hacienda, tanto federal como estatales, revela una lógica administrativa basada en la rentabilidad y no en la pedagogía. Lo que debería ser definido con criterios técnicos y educativos por las Secretarías de Educación termina regulado por visiones presupuestales que reducen la educación a un gasto y no a una inversión estratégica. Esta práctica evidencia un divorcio entre la planeación financiera y las verdaderas necesidades del aula.

La ausencia de un límite máximo en el número de alumnos por grupo refleja esta visión parcial. Mientras se exige un mínimo de 20 o 25 estudiantes para considerar “sostenible” a un maestro, los grupos pueden dispararse a 40 o 50 sin que exista un freno institucional. El resultado es evidente: deterioro en la calidad de la enseñanza, sobrecarga en el magisterio y un impacto directo en la salud física y mental de los docentes. La necesidad de elevar la voz constantemente, mantener el orden en grupos numerosos, revisar tareas y planear de manera masiva genera un desgaste laboral que deriva en ausentismo, estrés crónico e incluso abandono de la profesión.

La problemática se acentúa en zonas rurales y marginadas, donde a través de programas como el CONAFE se sustituye a docentes titulados por jóvenes instructores comunitarios sin formación profesional. Aunque estas medidas buscan cubrir vacantes, en la práctica vulneran el derecho de niñas y niños a recibir una educación con calidad. Esto profundiza las brechas educativas y perpetúa desigualdades sociales.

La experiencia internacional ofrece ejemplos alentadores. En ciudades como Nueva York, la combinación de voluntad política y flexibilidad en la gestión de recursos ha permitido reducir el número de estudiantes por grupo, con resultados positivos tanto en el aprendizaje como en la salud docente. Ajustar el número de estudiantes por grupo no es un lujo, sino una necesidad impostergable. Se trata de una medida indispensable para garantizar el derecho a una mejor educación, fortalecer la profesión docente y generar condiciones propicias para el desarrollo integral del estudiantado.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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El tiempo como recurso estratégico del liderazgo escolar

Una de las competencias más relevantes en quienes ejercen la función directiva es la capacidad de ordenar su tiempo con base en prioridades claras, orientadas al bienestar de la comunidad escolar. Como plantea Covey (1989), dedicar tiempo a lo que genera valor para la comunidad no significa rigidez, sino claridad de propósito. Esta distinción es fundamental, sobre todo en contextos escolares donde las múltiples demandas pueden desviar la atención de lo verdaderamente importante.

Cuando una o un directivo organiza su agenda con intención, centrando su atención en lo que impulsa el aprendizaje, la participación y la armonía en la escuela, no solo se vuelve más asertivo en sus decisiones, sino que también inspira a su equipo a hacer lo mismo. De esta manera, se generan sinergias que permiten fortalecer el trabajo colaborativo y construir un ambiente escolar más sereno, respetuoso y orientado al crecimiento común.

El uso consciente del tiempo también es una forma de cuidar el clima escolar. Programar espacios de diálogo, dedicar momentos para escuchar a los docentes, acompañar en aula, y darse tiempo para reflexionar sobre los procesos escolares no son lujos: son prácticas necesarias para nutrir relaciones laborales sanas y construir entornos donde las niñas, niños y adolescentes puedan aprender con mayor libertad, seguridad y entusiasmo.

Esto implica, para la dirección escolar, reconocer que no todo lo urgente es prioritario. Lo prioritario es lo que transforma. Y lo que transforma, casi siempre, está relacionado con el vínculo humano, la confianza institucional, la mejora de las prácticas pedagógicas y la creación de comunidades que aprenden juntas. Así, dedicar tiempo a lo importante es una forma de liderar con sentido y al servicio de quienes más lo necesitan.

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El cambio educativo: un compromiso compartido que transforma

Transformar una escuela no ocurre por decreto, imposición o vigilancia constante. El cambio profundo y significativo nace del entendimiento colectivo de hacia dónde se quiere caminar y de la voluntad común de hacerlo en comunidad. Como señala Bolívar (2006), este proceso no se impulsa desde el control, sino desde la construcción de sentido compartido y la movilización del compromiso colectivo.

Para quienes ejercen la función directiva, comprender esta premisa es crucial. Pretender mejorar una escuela sin contar con la participación activa de quienes la habitan —docentes, personal de apoyo, estudiantes y familias— es desconocer la naturaleza profundamente relacional de la vida escolar. En cambio, cuando el liderazgo se ejerce desde la escucha, la participación y el trabajo conjunto, florece una cultura institucional basada en la corresponsabilidad y la confianza.

En este sentido, construir sentido compartido no es una tarea abstracta. Se trata de dialogar sobre el para qué de nuestra labor educativa, de poner en el centro las necesidades de las niñas, niños y adolescentes, y de consensuar las rutas para mejorar su experiencia de aprendizaje. También implica reconocer la voz del personal docente, sus saberes, emociones y propuestas, y fortalecer espacios donde se escuche, se proponga, se reflexione y se acuerde.

Cuando esto sucede, se activa un poderoso motor de transformación: el compromiso colectivo. No uno impuesto desde arriba, sino uno que nace del convencimiento, de la emoción compartida por lograr una escuela mejor y de la certeza de que cada quien tiene algo valioso que aportar. Este tipo de compromiso fortalece el trabajo colaborativo, mejora el clima escolar, y siembra las condiciones necesarias para que los aprendizajes sean más profundos, significativos y humanos.

Por eso, quienes dirigen escuelas tienen en sus manos mucho más que una responsabilidad técnica: tienen la oportunidad de generar comunidad, de articular voluntades y de convocar a la acción conjunta por el bien de las y los estudiantes. Ahí reside el verdadero poder transformador de la dirección escolar.

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Cuidarse para cuidar: una clave para liderar con sentido humano

En la tarea directiva, frecuentemente se espera que quien lidera sea fuerte, resolutivo y capaz de sostener el funcionamiento cotidiano de una escuela. Sin embargo, pocas veces se habla de lo fundamental que resulta el cuidado emocional de quienes ejercen esta función. Kouzes y Posner (2012) lo expresan con claridad: cuidar de sí mismos no debilita a los directivos, al contrario, los fortalece y los hace más capaces de cuidar de quienes integran su equipo.

Cuidarse emocionalmente implica reconocer límites, asumir responsabilidades sin agotar la salud mental, pedir ayuda cuando es necesario, y, sobre todo, darse espacios para respirar, reflexionar y reconectar con el sentido profundo de su labor. Lejos de representar fragilidad, esta práctica representa un acto de consciencia profesional que impacta directamente en el trabajo colectivo, el bienestar del equipo y el clima en el que se desarrolla la vida escolar.

Cuando quienes dirigen una escuela se cuidan a sí mismos, están en mejor disposición para escuchar, comprender, acompañar y orientar a su comunidad educativa. Esto propicia entornos donde se favorece el respeto, se fortalecen las relaciones laborales, y se cultiva una cultura del reconocimiento y del trabajo con propósito. Y todo esto tiene un impacto directo en lo más importante: las condiciones emocionales y pedagógicas que rodean a niñas, niños y adolescentes en su proceso de aprendizaje.

Por eso, es necesario repensar los paradigmas que colocan al directivo como una figura que siempre debe sacrificarse y estar disponible para todo. La verdadera fortaleza se encuentra en la capacidad de sostenerse sin perderse, de cuidar sin quebrarse, y de liderar con humanidad y sensatez. Las escuelas necesitan directivos emocionalmente presentes, sensibles y conscientes, porque esa presencia transforma no solo el equipo de trabajo, sino también las posibilidades de aprendizaje de toda la comunidad escolar.

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Cuando liderar significa construir juntos

La labor de quienes están al frente de una escuela implica mucho más que tomar decisiones o resolver asuntos cotidianos. Implica, sobre todo, la capacidad de generar comunidad, de convocar voluntades y de alinear esfuerzos hacia una visión compartida. Michael Fullan (2001) nos recuerda que el liderazgo colaborativo tiene un poder transformador cuando logra unir a las personas en torno a un propósito común y las impulsa a trabajar juntas para alcanzarlo.

Este tipo de liderazgo no se impone ni se ejerce desde la imposición vertical. Se construye en el diálogo, se fortalece en la escucha, se despliega en la confianza y encuentra su sentido en la acción colectiva. En las escuelas, cuando quienes dirigen promueven entornos donde las ideas se escuchan, los saberes se comparten y las decisiones se construyen entre todos, no solo se fortalece el trabajo directivo, sino que se enriquece el quehacer docente y se mejora el clima escolar.

Un liderazgo centrado en la colaboración no solo mejora el ambiente laboral y relacional, también potencia la esperanza. Porque cuando el equipo se siente parte de un proyecto que los incluye y valora, se involucra con mayor compromiso y entusiasmo. Y este entusiasmo, esta energía colectiva, se traduce en condiciones más favorables para que niñas, niños y adolescentes aprendan con más sentido, pertenencia y bienestar.

Conocer e impulsar estas formas de liderazgo es vital para quienes desempeñan la función directiva. No se trata de asumirlo todo en solitario, sino de convocar, escuchar, guiar y construir juntos. Solo así, la escuela puede ser ese espacio vivo donde el aprendizaje florece porque las relaciones se nutren y el trabajo colaborativo se vuelve una forma cotidiana de transformar la realidad.

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La sensibilidad directiva como puente hacia un ambiente escolar más humano

Conducir una escuela no es únicamente tomar decisiones organizativas o diseñar estrategias para resolver problemáticas. También es escuchar, observar y, sobre todo, comprender. Comprender que detrás de cada integrante del equipo docente, del personal de apoyo y de cada estudiante, hay emociones, experiencias y contextos que influyen directamente en el desarrollo de sus tareas y relaciones.

Daniel Goleman (1995) nos recuerda que quien dirige con empatía es capaz de escuchar más allá de las palabras, de percibir lo que no siempre se dice, pero sí se siente. Este tipo de liderazgo emocionalmente inteligente es fundamental en los centros escolares, donde el trabajo es profundamente humano y relacional. La capacidad de conectar con los estados emocionales del equipo de trabajo y responder con sensibilidad permite crear un ambiente donde las personas se sienten comprendidas, valoradas y respaldadas.

Este tipo de escucha empática y acción sensible no debilita el papel del directivo, al contrario, lo fortalece. Construye puentes de confianza que sostienen la colaboración, reduce tensiones innecesarias y previene conflictos. Cuando hay un liderazgo empático, el clima escolar mejora de manera natural, las relaciones laborales se vuelven más sanas y se favorece un ambiente en el que niñas, niños y adolescentes pueden aprender con mayor bienestar y sentido de pertenencia.

En un mundo educativo cada vez más demandante, la empatía no debe ser vista como una característica opcional, sino como una competencia imprescindible. Escuchar con atención, actuar con sensibilidad y liderar con humanidad no son gestos menores, son prácticas profundas que transforman las relaciones escolares y abren caminos hacia una comunidad educativa más consciente y solidaria.

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El ATP en el marco de la NEM

“El acompañamiento pedagógico se concibe como un proceso sistemático, con una intención pedagógica que tiene valor formativo para las figuras participantes, en el que se construyen alternativas conjuntas para enriquecer y mejorar la práctica docente” – Mejoredu

Dentro de la estructura del sistema educativo mexicano existe una figura que, aunque en muchas ocasiones ha permanecido en la sombra, desempeña un papel esencial en la vida escolar: el Asesor Técnico Pedagógico (ATP). Esta figura, concebida como un profesional especializado en pedagogía, tiene la encomienda de acompañar, asesorar y apoyar a las maestras, maestros y colectivos escolares en la mejora de sus prácticas educativas. Su labor no es menor, pues se convierte en un puente entre la política educativa, los planes y programas oficiales, y la realidad cotidiana de los salones de clase, donde se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Los ATP no sustituyen la función del docente ni del directivo, sino que la enriquecen. Su misión es propiciar espacios de reflexión colectiva, de diálogo pedagógico y de construcción de propuestas que permitan transformar la práctica educativa en beneficio del aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. Se trata de una labor profundamente formativa, que no busca fiscalizar ni sancionar, sino orientar y generar condiciones para que cada escuela avance en su propio proceso de mejora continua.

En el marco de la Nueva Escuela Mexicana (NEM), esta figura adquiere mayor relevancia. La NEM plantea una educación centrada en la comunidad, inclusiva, democrática y equitativa, en la que cada docente es agente de cambio. En este contexto, los ATP actúan como guías que acompañan a los maestros en la implementación de nuevas metodologías, en la atención a la diversidad y en la construcción de proyectos educativos que respondan a los retos del rezago y a las desigualdades persistentes en los contextos escolares.

Su trabajo se organiza en torno al Servicio de Asesoría y Acompañamiento a las Escuelas (SAAE), que establece que el ATP debe visitar los centros escolares, observar las prácticas docentes, dialogar con los colectivos, diseñar planes de asesoría y acompañamiento, y dar seguimiento a las acciones emprendidas. Esta intervención no se limita a un apoyo técnico, sino que busca fortalecer la autonomía profesional del magisterio y contribuir a la formación integral de los estudiantes. Entre sus responsabilidades está orientar a los docentes en áreas clave como el pensamiento matemático, la comprensión lectora, la ciencia y la tecnología, el desarrollo socioemocional y la construcción de una cultura de paz.

No obstante, esta figura enfrenta retos significativos: falta de reconocimiento social y laboral, nombramientos temporales que limitan la continuidad de los proyectos, sobrecarga de tareas administrativas y, en ocasiones, la ausencia de programas de formación integral que fortalezcan su quehacer. Aun con estas dificultades, los testimonios de docentes y directivos dan cuenta del valor de su acompañamiento, al señalar que sus intervenciones han sido clave para mejorar las prácticas pedagógicas y motivar a los colectivos escolares.

Históricamente, los ATP han transitado de ser considerados “apoyos técnicos” a convertirse en agentes de transformación pedagógica. Sus funciones han evolucionado desde el impulso de la capacitación en las décadas pasadas hasta consolidarse como figuras encargadas de mediar entre la teoría pedagógica y la práctica docente. En las zonas escolares más complejas, especialmente aquellas con rezago educativo, marginación o diversidad cultural y lingüística, el papel del ATP resulta indispensable para garantizar que las políticas educativas se traduzcan en aprendizajes reales y significativos para el alumnado.

El reto hacia el futuro es claro: revalorar esta función y otorgarle la certeza laboral y la formación continua que demanda, pues solo así se podrá consolidar su papel como guía pedagógica y como mediador entre la política educativa y la realidad del aula. Los ATP no son auxiliares administrativos ni figuras decorativas; son actores clave de la transformación educativa. Hacer visible su trabajo ante la sociedad en general y ante el propio sector educativo es una forma de reconocer que, sin su acompañamiento, los esfuerzos por mejorar la educación difícilmente alcanzarán la profundidad que exige la Nueva Escuela Mexicana. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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La soledad del liderazgo: una dimensión humana de la función directiva

Quienes asumen el reto de conducir una escuela no sólo se enfrentan a decisiones organizativas y responsabilidades múltiples, también atraviesan experiencias profundamente humanas que muchas veces se viven en silencio. Uno de los elementos menos abordados, pero más reales, es la soledad que puede acompañar a quien dirige, sobre todo en los momentos en que se deben asumir decisiones complejas, resguardar procesos delicados o responder ante situaciones donde sólo su rol puede y debe actuar.

Sergiovanni (1996) expresa con claridad que hay momentos en los que el directivo enfrenta la soledad como parte inherente de su papel, pues existen responsabilidades que no pueden ni deben delegarse. Esta afirmación no busca generar lástima, sino comprensión. Quienes trabajan en colectivo con una persona que ocupa la función directiva deben saber que esta soledad no significa aislamiento, sino una forma de carga que, bien entendida, puede ser acompañada desde la empatía, la confianza y el compromiso compartido.

Este reconocimiento tiene implicaciones prácticas. Si los equipos docentes, los cuerpos de supervisión, las autoridades y las comunidades escolares en general logran entender que el liderazgo educativo conlleva momentos complejos, podrán también abrir espacios para el apoyo mutuo, el cuidado de quien dirige, la escucha activa y el fortalecimiento de vínculos profesionales que disminuyan el desgaste emocional. La tarea de liderar no tiene por qué convertirse en un peso que se carga solo, y aunque hay decisiones que son indelegables, el clima escolar mejora cuando hay un entorno de corresponsabilidad y respeto por las funciones de cada quien.

Una escuela donde se entiende esta dimensión humana del liderazgo será también una escuela con mejores relaciones laborales, con mayor comprensión entre sus actores, con un clima de aprendizaje más armonioso y, sobre todo, con un sentido de comunidad que impacta directamente en el bienestar y desarrollo de niñas, niños y adolescentes.

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La importancia del conocimiento normativo en la función directiva

Uno de los aspectos menos visibilizados pero profundamente relevantes en el trabajo cotidiano de quienes conducen una escuela es el dominio del marco normativo. Saber qué se puede hacer, qué no, qué se debe respetar y cómo actuar ante diferentes situaciones no es un mero formalismo legal; es una herramienta fundamental para crear condiciones de convivencia respetuosa, proteger los derechos de todas y todos los integrantes de la comunidad educativa y prevenir situaciones que puedan escalar en conflictos.

Gairín (2012) señala que el conocimiento de las normas permite anticiparse a los problemas, resguardar derechos y contribuir a una convivencia escolar armónica. Esta afirmación cobra aún más sentido cuando se observa cómo un ambiente de trabajo claro, justo y predecible permite a docentes, directivos, estudiantes y familias desenvolverse con mayor confianza, seguridad y colaboración.

Una persona que ocupa la función directiva y que actúa con base en la normativa educativa no lo hace desde una posición autoritaria, sino desde una conciencia clara de su responsabilidad como garante de derechos, como facilitador del diálogo, y como figura que promueve acuerdos y prácticas que generan sentido de comunidad. En este contexto, el conocimiento jurídico no es un accesorio, sino una vía para fortalecer el trabajo colegiado, favorecer mejores relaciones laborales y proteger a las niñas, niños y adolescentes en su proceso formativo.

Por ello, es urgente reconocer que la formación para quienes dirigen centros escolares debe incluir no sólo habilidades pedagógicas y organizativas, sino también una comprensión profunda del marco normativo que regula la vida escolar. Este conocimiento permite actuar con firmeza pero también con empatía, con claridad pero también con apertura al diálogo, generando condiciones institucionales más saludables, justas y propicias para el aprendizaje.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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La fuerza del lenguaje en la dirección escolar: una herramienta para construir confianza

Hablar con el equipo docente no es sólo un acto de comunicación técnica o informativa. Quien dirige una institución educativa debe entender que cada palabra puede ser un puente o una barrera. Boyatzis y McKee (2005) señalan que el lenguaje que utiliza la persona que lidera, cuando es incluyente, reflexivo y cargado de afecto genuino, tiene el poder de alimentar la confianza y de fortalecer los vínculos que sostienen el trabajo colaborativo.

Esto es especialmente relevante para quienes ejercen la función directiva, ya que el clima emocional de una escuela no se construye únicamente con estrategias pedagógicas, sino también con el tono, el estilo y la forma en que se convoca, se orienta y se acompaña al equipo docente. El lenguaje puede ser vehículo de inspiración, consuelo, reconocimiento o también de desánimo y desconfianza. Elegir conscientemente cómo hablar es también una forma de decidir cómo se quiere liderar.

Cuando la comunicación en la escuela se convierte en una práctica respetuosa, empática y sensible, se abren espacios para la mejora en las relaciones laborales, se reduce la tensión institucional y se promueve una cultura organizacional más humana. Esto impacta directamente en la mejora del clima escolar y crea condiciones más saludables para que el trabajo entre colegas se fortalezca, se compartan responsabilidades y se genere un ambiente propicio para que niñas, niños y adolescentes puedan aprender con mayor bienestar y plenitud.

La palabra es una herramienta poderosa. Usarla con intencionalidad formativa, afectiva y consciente es una de las habilidades más importantes para quien conduce los destinos de una comunidad educativa.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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Consejo Técnico Escolar: un espacio vivo para fortalecer el aprendizaje colectivo

En el contexto escolar, existen momentos clave donde las voces del equipo docente pueden entrelazarse para construir significados, revisar prácticas y renovar propósitos. Uno de esos momentos es el Consejo Técnico Escolar. Hargreaves y O’Connor nos recuerdan que el intercambio de saberes y la reflexión crítica en estos espacios colegiados son esenciales no sólo para enriquecer la labor diaria, sino también para consolidar auténticas comunidades de aprendizaje.

Este tipo de encuentros no deben verse como una formalidad o una carga adicional, sino como una oportunidad genuina para que las y los docentes dialoguen desde sus experiencias, reconozcan los desafíos comunes, se escuchen sin juicios y piensen juntos estrategias que respondan a las necesidades reales de su comunidad escolar. Para quienes ejercen la función directiva, esto representa una valiosa oportunidad para impulsar el trabajo colaborativo, fortalecer el tejido institucional y renovar la energía colectiva.

Cuando un Consejo Técnico Escolar se vive con apertura, respeto y propósito, se transforma en una fuente poderosa de mejora continua, donde las decisiones no se imponen, sino que emergen del diálogo horizontal. Es ahí donde se siembran las condiciones para la mejora del clima escolar, para la construcción de relaciones laborales más sólidas y para generar un ambiente más propicio al aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.

El liderazgo que favorece estos espacios escucha, acompaña y crea condiciones para que la palabra circule, para que las ideas florezcan y para que cada docente sienta que su experiencia y mirada son valiosas. Así, la escuela se convierte en una comunidad donde se aprende no sólo con el alumnado, sino también entre colegas.

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El vínculo humano: el corazón de toda transformación educativa

En la vida escolar, hay algo que antecede a toda propuesta pedagógica, a toda planeación o estructura organizativa: el vínculo humano. Tal como lo afirma Hargreaves (2003), cuidar las relaciones en la escuela no es una tarea secundaria ni complementaria; es la base indispensable sobre la cual se construye cualquier posibilidad de transformación educativa profunda y duradera.

Quienes ejercen la función directiva deben tener claro que el trato cotidiano, la manera en que se escucha, se dialoga, se reconoce al otro y se cultivan las relaciones de respeto y cercanía, son elementos que determinan el rumbo de una escuela. Porque una institución donde los vínculos están fracturados, difícilmente podrá avanzar hacia proyectos comunes, hacia ambientes de aprendizaje enriquecidos o hacia comunidades educativas comprometidas.

Cuidar los vínculos humanos fortalece el trabajo directivo porque dota de sentido la tarea de liderar: no se trata sólo de coordinar, sino de tejer comunidad. Cuando se trabaja desde la empatía y la cercanía, mejora el clima escolar, florece el trabajo colaborativo, y se abren nuevas posibilidades para establecer relaciones laborales más armónicas, transparentes y respetuosas.

Y lo más valioso: este cuidado impacta directamente en las y los estudiantes. Las niñas, niños y adolescentes aprenden mejor cuando se sienten seguros, escuchados, contenidos emocionalmente. Un vínculo sano entre adultos se traduce en una cultura escolar más sensible, más justa, más humana.

Construir una escuela donde se prioriza el vínculo no es un lujo: es una necesidad urgente si lo que se busca es educar para la vida y no sólo para el contenido. Porque lo pedagógico siempre será más potente cuando se sostiene sobre la base de lo humano.

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Conocer para acompañar: la base del liderazgo educativo

En el ejercicio de la función directiva, no basta con tener buenas intenciones o seguir lineamientos generales. Para acompañar verdaderamente a una comunidad escolar, es indispensable conocerla a fondo: sus dinámicas, sus retos, sus fortalezas, sus silencios y sus oportunidades de crecimiento. Como bien lo expresa Bolívar (2006), no se puede liderar lo que se desconoce. Esta afirmación nos invita a reflexionar profundamente sobre el papel de quien dirige una escuela y sobre la importancia de estar presente, escuchar, observar y comprender desde adentro.

Conocer el funcionamiento de una escuela no significa memorizar reglamentos o dominar solamente los aspectos administrativos. Es, ante todo, tener sensibilidad para interpretar los vínculos entre las personas, estar al tanto de las condiciones reales del trabajo docente, comprender las trayectorias de los estudiantes, y estar abierto al diálogo constante con las familias. Esta cercanía fortalece el trabajo directivo y permite tomar decisiones que responden a las verdaderas necesidades de la comunidad educativa.

Cuando el directivo conoce su escuela, puede construir una visión colectiva que impulse el trabajo colaborativo, genere mejores relaciones laborales y promueva un ambiente más favorable para que niñas, niños y adolescentes aprendan, se expresen y se desarrollen integralmente. Esta cercanía también impacta en la mejora del clima escolar, porque transmite un mensaje claro: aquí hay alguien que no sólo dirige, sino que acompaña con conocimiento, convicción y sentido humano.

Conocer es también una forma de cuidar. Y quien cuida, educa. Por eso, el liderazgo transformador comienza con una pregunta fundamental: ¿qué tanto conozco la escuela que me toca acompañar?

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Aprendizaje Basado en Proyectos Comunitarios

“El aprendizaje basado en proyectos impulsa al alumnado a asumir un papel activo en la transformación de su comunidad, desarrollando competencias ciudadanas mediante la acción.” – (Hernández, 2018)

En la vida cotidiana de las escuelas se desarrollan procesos que en muchas ocasiones permanecen invisibles para la sociedad en general. Uno de ellos es el aprendizaje basado en proyectos comunitarios, una metodología que coloca a las niñas, niños y adolescentes como protagonistas de su propio proceso formativo, invitándoles a mirar su entorno, detectar problemas reales y construir alternativas de solución de manera colectiva. Este enfoque no se limita a transmitir conocimientos, sino que integra habilidades, actitudes, pensamiento crítico y compromiso social, ofreciendo experiencias auténticas que fortalecen la relación entre la escuela y la comunidad.

El valor de este tipo de trabajo radica en que permite que los estudiantes experimenten cómo se entrelazan la teoría y la práctica en la resolución de situaciones de la vida real. No se trata de ejercicios abstractos o de problemas descontextualizados, sino de planteamientos genuinos que despiertan interés, generan disonancias cognitivas y abren la puerta a nuevas preguntas. A través de estas experiencias, los alumnos aprenden a interpretar los fenómenos que los rodean, a reconocer necesidades colectivas y a valorar la importancia de su participación como agentes de cambio en su comunidad.

El proceso metodológico se articula en fases que avanzan desde la planeación hasta la acción y la intervención, incorporando momentos como la identificación de problemas, la exploración de alternativas, la producción de soluciones, la difusión de resultados y la retroalimentación. Este camino no solo organiza el trabajo académico, sino que también entrena a sus estudiantes en competencias fundamentales: la toma de decisiones, la negociación, la colaboración, la resiliencia y la capacidad de comunicar de múltiples formas lo aprendido. La diversidad de lenguajes de expresión que se utilizan —oral, escrito, gráfico, corporal, digital o artístico— amplía los horizontes de creatividad y permite a cada estudiante encontrar la forma más significativa de mostrar sus avances.

En el fondo, este tipo de proyectos constituye un puente entre los saberes escolares y la vida comunitaria. No solo adquieren conocimientos, sino que aprenden a darles sentido y aplicarlos en contextos concretos. Al mismo tiempo, se refuerzan valores como la solidaridad, la corresponsabilidad y el compromiso ciudadano, generando aprendizajes que van más allá de lo académico y que se inscriben en la formación integral de la persona.

Sin embargo, el personal docente no actúa únicamente como transmisores de información, sino como guías, orientadores y facilitadores que ayudan a construir un ambiente de confianza, a organizar las etapas del proyecto y a acompañar a sus estudiantes en la complejidad de los procesos. Su conocimiento, capacidad y experiencia son clave para identificar los momentos en que es necesario proponer un reto, hacer una pausa para reflexionar, o abrir nuevas rutas de acción que permitan enriquecer el aprendizaje.

No se trata solo de cumplir con un programa, sino de diseñar experiencias significativas que favorezcan el desarrollo de competencias y que contribuyan al bienestar de la comunidad. Conocer y valorar estas prácticas permite apreciar mejor el esfuerzo que implica la tarea educativa y resalta la necesidad de fortalecer la formación del personal docente para que puedan seguir aprovechando, en el momento preciso, las herramientas metodológicas que hacen del aprendizaje un proceso vivo, transformador y relevante para la vida de sus estudiantes. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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El acompañamiento pedagógico como acto de confianza y transformación

En el corazón de toda escuela que busca transformarse se encuentra una práctica clave: el acompañamiento pedagógico. Pero no cualquier tipo de acompañamiento, sino aquel que, como lo plantea Gairín (2012), se construye desde la confianza, se nutre de la escucha activa y se guía por una intención formativa clara. Acompañar no es supervisar, controlar o señalar desde la distancia; es caminar junto con otros, aprender con ellos, crear puentes de comunicación que permitan crecer de manera conjunta.

Para quienes ejercen la función directiva, entender el acompañamiento pedagógico en este sentido es fundamental. Lejos de ser una actividad puntual o técnica, se convierte en una herramienta poderosa para fortalecer el trabajo directivo, al establecer vínculos genuinos con el equipo docente, al promover la reflexión compartida y al brindar apoyo desde una mirada respetuosa, formativa y cercana.

Cuando el acompañamiento se ejerce desde la confianza y no desde la imposición, se favorece la mejora del clima escolar. Las y los docentes se sienten acompañados, valorados, escuchados, y esto impacta positivamente en la forma en que desarrollan su práctica, colaboran entre sí y se comprometen con el proyecto educativo. Mejora también el trabajo en equipo y las relaciones laborales, al eliminar barreras jerárquicas que muchas veces entorpecen la construcción de comunidades profesionales de aprendizaje.

Y lo más importante: cuando se acompaña con sentido pedagógico y humano, las niñas, niños y adolescentes son los principales beneficiarios. Porque una escuela que acompaña a su personal con respeto, es una escuela que también acompaña a su alumnado con empatía, sensibilidad y profundidad. Se convierte así en un entorno donde el aprendizaje no solo ocurre, sino que se vive con dignidad, con sentido y con propósito.

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