La importancia de proteger la atención en la función directiva escolar

En el ejercicio de la función directiva dentro de los centros escolares, la atención no solo es un recurso personal, sino también un motor que impulsa la construcción de un ambiente favorable para el aprendizaje y la convivencia. Cuando una directora o un director logra enfocar su energía en lo verdaderamente relevante, se fortalece la organización del trabajo colectivo, se clarifican las prioridades y se generan mejores condiciones para que docentes, estudiantes y familias avancen de manera armónica hacia propósitos comunes.

En este sentido, aprender a diferenciar lo urgente de lo verdaderamente importante se convierte en un acto esencial. Una dirección que establece límites claros sobre lo que merece su concentración, evita dispersarse en actividades secundarias y se orienta a lo que incide directamente en la mejora del clima escolar, la colaboración docente y el bienestar de los estudiantes. Esto implica reconocer que no todo puede ser atendido de manera inmediata y que la serenidad, junto con la claridad de rumbo, permite tomar decisiones más acertadas y sostenibles.

El cuidado del tiempo y de la energía personal es otro de los factores determinantes. Cuando las y los directivos se permiten espacios de recuperación, reflexionan sobre lo alcanzado y ordenan sus prioridades de manera consciente, no solo incrementan su capacidad de respuesta, sino que también transmiten al equipo una visión de equilibrio y responsabilidad compartida. Así, el ejemplo se convierte en guía, mostrando a docentes y estudiantes la importancia de organizarse, establecer metas alcanzables y revisar continuamente los avances para mantener el rumbo.

Proteger la atención también significa fomentar un entorno de colaboración donde las tareas se distribuyan de manera justa, evitando sobrecargas innecesarias y reconociendo que cada integrante del equipo puede aportar a la mejora del trabajo escolar. Al confiar en otros, se fortalece el sentido de comunidad y se impulsa un liderazgo compartido que enriquece las relaciones laborales y eleva la motivación colectiva.

De esta manera, cuando una dirección logra resguardar su atención y orientarla hacia lo que transforma el entorno, se producen cambios visibles en la convivencia diaria: mayor armonía, reducción de tensiones, mejor comunicación y un ambiente en el que las niñas, niños y adolescentes encuentran un espacio propicio para aprender, crecer y desarrollarse plenamente.

El ejercicio de dirigir una escuela requiere, más que nunca, comprender que la atención es un recurso valioso que debe protegerse con disciplina y compromiso, pues de ello depende no solo la organización del trabajo, sino también el bienestar emocional y académico de toda la comunidad educativa.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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Direccion con grupo

Sus condiciones de trabajo les provocan frecuentes situaciones estresantes por tener que cubrir dos puestos laborales que implican gran esfuerzo intelectual y físico.” — G.C. Avilés

Las directoras y los directores con grupo representan una de las dimensiones más singulares y, al mismo tiempo, menos reconocidas del sistema educativo mexicano. Son docentes que, además de asumir la conducción administrativa, organizacional y comunitaria de la escuela, se encuentran frente a un grupo —o incluso a varios— desempeñando el rol de maestros de aula. Su existencia se concentra en las miles de escuelas de organización incompleta, rurales e indígenas, cuya matrícula es dispersa y los recursos son limitados. Allí, el hecho de que un solo profesional cargue con la responsabilidad de enseñar y dirigir es no sólo frecuente, sino la norma que sostiene buena parte de la estructura educativa del país.

La magnitud del fenómeno es amplia y sorprendente: prácticamente la mitad de las primarias en México son unitarias o multigrado, lo que implica que en al menos 48 mil planteles la dirección escolar recae en un docente con grupo. Si se amplía la mirada a preescolar y telesecundaria, el universo se expande todavía más, llegando a decenas de miles de escuelas donde el modelo se reproduce. A pesar de ello, esta figura no goza de la misma visibilidad en la agenda de políticas públicas ni en los discursos de mejora educativa, pues la atención suele concentrarse en planteles urbanos con mayor matrícula.

El reto de quienes ejercen esta doble función es mayúsculo. Su tiempo de enseñanza se ve fragmentado por el cúmulo de trámites, reportes, informes y actividades administrativas que la SEP exige a todo director. A la vez, enfrentan la necesidad de planificar y conducir clases en aulas multiedad, con estudiantes de distintos grados compartiendo el mismo espacio, lo que multiplica la dificultad pedagógica. A ello se suma la escasez de materiales adecuados, las deficiencias de infraestructura, la ausencia de personal de apoyo administrativo y, en muchos casos, la precariedad tecnológica que impide un acceso fluido a plataformas o programas de gestión.

Más allá de lo operativo, el aspecto humano resulta igualmente exigente. El director con grupo debe ser maestro, gestor, líder comunitario, administrador, orientador y enlace con las familias, todo al mismo tiempo. Su jornada se alarga al preparar clases, llenar formatos, organizar consejos técnicos, atender a las autoridades, gestionar apoyos y sostener, en la práctica, el prestigio de la escuela frente a la comunidad. En muchos sentidos, son el pilar silencioso que mantiene en pie el derecho a la educación en las comunidades más apartadas, con una entrega que rara vez recibe el reconocimiento social y político que merece.

Por ello, resulta indispensable abrir la conversación pública y académica hacia el reconocimiento de esta labor. No se trata únicamente de visibilizar su carga y sus carencias, sino de reivindicar su papel como verdaderos líderes escolares, cuya capacidad de resiliencia y compromiso mantiene vivas a miles de escuelas que, sin ellos, simplemente no existirían. Reconocerlos es también reconocer que la equidad educativa en México descansa en buena medida sobre sus hombros, y que cualquier estrategia de mejora nacional quedará incompleta si no atiende a este grupo con apoyos específicos, formación pertinente y, sobre todo, con la dignificación de su labor cotidiana. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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El directivo como referente que habilita, no como figura que controla

Durante mucho tiempo se pensó que dirigir una escuela era sinónimo de controlar procesos, autorizar actividades y supervisar tareas. Esta mirada reducida colocaba al directivo en una posición meramente administrativa, desvinculada de la vida pedagógica y emocional del centro escolar. Sin embargo, hoy sabemos que la conducción de una escuela implica algo mucho más profundo: se trata de ser una figura que sostiene, que guía, que inspira y que facilita que las voces de todos los actores escolares tengan un espacio legítimo de expresión.

Tal como lo expresa Pozner (2017), el directivo no se define por su capacidad de administrar, sino por su habilidad para habilitar la palabra de los demás, promover la reflexión colectiva y sostener con firmeza y calidez los procesos humanos que atraviesan la vida escolar. Esta visión coloca a la dirección en el centro del fortalecimiento de los vínculos interpersonales, del acompañamiento docente y del impulso a una cultura donde el diálogo es protagonista.

Cuando las y los directivos se asumen como referentes que promueven la escucha activa y la construcción compartida, no solo mejoran las relaciones entre el personal, sino que también generan un ambiente propicio para el aprendizaje de las niñas, niños y adolescentes. Un entorno donde la palabra circula, donde el pensamiento es bienvenido y donde cada integrante del equipo siente que su voz cuenta, se convierte en un espacio fértil para la mejora continua.

Comprender este enfoque es clave para quienes ejercen la función directiva. Su rol no se limita a tomar decisiones unilaterales o resolver problemas técnicos, sino que implica sostener con humanidad, crear puentes entre las personas y generar las condiciones para que cada miembro de la comunidad educativa pueda desarrollarse plenamente. En ello reside gran parte del impacto que tiene su liderazgo en la mejora del clima escolar y en el fortalecimiento de una cultura institucional basada en la confianza, la colaboración y la reflexión compartida.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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Reflexionar para liderar con humanidad

En la vida de quien dirige una escuela, el ritmo suele ser tan vertiginoso que pocas veces se encuentra el espacio para detenerse, mirar hacia dentro y reconectar con el propósito que anima su labor. Sin embargo, el fortalecimiento del trabajo directivo no puede sostenerse únicamente en la acción permanente ni en la respuesta inmediata a las demandas del entorno. También necesita de pausas conscientes, de momentos íntimos de reflexión personal que le permitan reencontrarse con su sentido profundo como líder educativo.

Boyatzis y McKee (2005) plantean que el directivo requiere espacios de reflexión, no para alejarse del equipo, sino para volver a él con mayor lucidez y humanidad. Esta afirmación encierra una verdad poderosa: solo quien se da el tiempo para pensar en sus decisiones, sus emociones y sus relaciones puede ejercer una conducción más serena, empática y consciente del impacto que genera en los demás.

Reflexionar no es un lujo, es una necesidad. Estos espacios permiten clarificar intenciones, identificar emociones que influyen en el clima escolar, valorar el trabajo colectivo y tomar decisiones más justas y respetuosas. Además, promueven una conexión más profunda con el equipo docente, fortaleciendo los vínculos laborales y favoreciendo una cultura de confianza, respeto y colaboración.

Desde esta perspectiva, el autocuidado del directivo no implica desconexión ni aislamiento. Por el contrario, es una práctica que humaniza el liderazgo, que permite mirar a cada integrante de la comunidad educativa como una persona valiosa, y que contribuye a la mejora del ambiente escolar, beneficiando directamente a niñas, niños y adolescentes que merecen aprender en un entorno cuidado, armonioso y lleno de sentido.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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Liderar con conciencia de la diversidad: una oportunidad para transformar la escuela

La escuela es un reflejo vivo de la sociedad. En sus aulas conviven niñas, niños y adolescentes con distintas historias, lenguas, formas de aprender, contextos familiares, creencias, sueños y realidades. Ante este mosaico humano, quienes tienen la responsabilidad de dirigir los centros educativos no pueden actuar desde la indiferencia, la homogeneidad o el prejuicio. Por el contrario, su tarea implica reconocer y valorar la diferencia como punto de partida para construir espacios más justos, incluyentes y significativos para todas y todos.

Así lo expresa Verdugo (2009), al señalar que el liderazgo consciente de la diversidad convierte la diferencia en oportunidad pedagógica y social. Esta afirmación interpela de manera directa a quienes ejercen la función directiva, pues no se trata solamente de tolerar o permitir la diversidad, sino de colocarla en el centro de las decisiones pedagógicas, de la organización del trabajo docente y de las relaciones interpersonales en la comunidad educativa.

Cuando una dirección escolar se compromete con esta mirada, se fomenta un ambiente de respeto, se fortalece el trabajo colaborativo entre docentes, se genera confianza en las familias y se cultiva un clima escolar donde cada estudiante puede sentirse parte y protagonista de su aprendizaje. Las decisiones pedagógicas dejan de ser neutras para volverse intencionadas hacia la equidad. Las reglas dejan de ser uniformes para volverse justas. Y el liderazgo se ejerce con sentido ético, reconociendo que educar en la diferencia es educar para la democracia.

Por ello, asumir la diversidad como riqueza no es una opción, es una responsabilidad ética, política y pedagógica. Y quienes dirigen las escuelas tienen en sus manos la posibilidad de abrir caminos que favorezcan entornos escolares más humanos, donde cada persona encuentre condiciones reales para aprender, enseñar y convivir con dignidad.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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La vulnerabilidad del directivo también enseña

En el mundo escolar, quienes ocupan una función directiva suelen ser vistos como referentes de autoridad, toma de decisiones y dirección de los procesos escolares. Sin embargo, pocas veces se reconoce que quienes lideran también experimentan momentos de duda, de desgaste emocional y, sobre todo, de profunda soledad. Tal como lo plantea Navarro (2011), el cuidado de quien dirige pasa por aceptar su propia vulnerabilidad y transformar esa vivencia en sabiduría para la acción.

Aceptar la vulnerabilidad no significa debilidad, sino reconocer la propia humanidad. Implica asumir que liderar también conlleva tensiones internas, inseguridades y momentos en los que se hace necesario detenerse, mirar hacia adentro, y reconstruirse desde la serenidad. Esta consciencia emocional favorece no solo la salud mental del directivo, sino que también impacta en su forma de relacionarse con el colectivo docente, con madres y padres de familia, y con el estudiantado.

Desde esta perspectiva, cuidar del propio equilibrio emocional es parte esencial del fortalecimiento del trabajo directivo. Un liderazgo que se reconoce humano, que valida sus emociones y que se permite compartir cargas con su equipo, propicia un entorno laboral más cercano, respetuoso y confiable. Esto, a su vez, contribuye a la mejora del clima escolar, lo que tiene efectos positivos directos en los procesos de enseñanza y aprendizaje.

Es indispensable comprender que también el bienestar del directivo es una prioridad. Porque solo quien se cuida puede cuidar de otros, y solo quien se da permiso de sentir puede acompañar con sensibilidad los procesos complejos de una comunidad educativa.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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La inteligencia emocional como base del liderazgo escolar transformador

En el ámbito de la dirección escolar, el conocimiento emocional no es un añadido, tampoco un lujo. Es una dimensión esencial y profundamente transformadora que incide de manera directa en la convivencia, en las relaciones humanas y en la dinámica interna de los centros educativos. Así lo plantean Goleman, Boyatzis y McKee (2002), al destacar que esta competencia es clave para regular el clima escolar, fortalecer los vínculos entre los miembros del equipo docente y orientar el comportamiento profesional hacia metas comunes.

Para quienes ejercen la función directiva, reconocer la importancia del desarrollo emocional es una vía para fortalecer el trabajo colaborativo, reducir tensiones, prevenir conflictos innecesarios y generar ambientes de confianza. Esto es especialmente relevante en contextos escolares donde las emociones, tanto de estudiantes como de docentes, atraviesan los procesos cotidianos de enseñanza y aprendizaje. El liderazgo emocionalmente consciente permite atender las necesidades humanas antes que las estructurales, y comprender que el bienestar del colectivo impacta directamente en los aprendizajes.

Un liderazgo que regula sus emociones, que promueve la empatía, que escucha activamente y que reacciona con equilibrio ante la adversidad, no solo favorece un clima laboral más sano y respetuoso, sino que se convierte en modelo para la comunidad educativa. Esto contribuye directamente a la mejora del clima escolar y genera condiciones más propicias para el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.

Las habilidades emocionales del directivo no deben entenderse como un complemento opcional, sino como uno de los ejes centrales de su labor. En ellas descansa buena parte de la posibilidad de crear escuelas que cuiden, que acompañen y que enseñen con sentido humano.

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El cambio auténtico en las escuelas comienza en lo profundo de la cultura institucional

En el ámbito educativo, el cambio verdadero no se impone ni se decreta. No basta con una orden ni con una normativa para transformar una escuela. El cambio genuino ocurre cuando se logra alinear la cultura, la estructura y las personas hacia un propósito compartido, tal como lo afirma Juan Weinstein (2011). Esta afirmación encierra una poderosa reflexión que debería ser guía constante para quienes asumen la función directiva: el cambio requiere compromiso colectivo, sentido compartido y una visión común construida desde dentro.

Cuando se comprende que las transformaciones duraderas nacen de la cultura organizacional, se abre paso a procesos de fortalecimiento del trabajo colaborativo, de reflexión conjunta y de apropiación de valores comunes. Quien dirige, entonces, deja de ser únicamente quien toma decisiones y se convierte en un promotor de sentido, en alguien que genera confianza, que escucha activamente, que construye comunidad y que impulsa a su equipo a mirar en la misma dirección.

Esta mirada es especialmente relevante en un contexto como el escolar, donde intervienen múltiples voces, sensibilidades y realidades. Alinear no significa imponer, sino tejer voluntades, escuchar la historia compartida de la comunidad educativa, rescatar lo valioso de la experiencia colectiva y animar a avanzar con claridad hacia un propósito que dé sentido al trabajo diario: el bienestar y aprendizaje integral de las niñas, niños y adolescentes.

Para lograrlo, es imprescindible que quienes lideran generen ambientes de respeto, diálogo y participación, que fortalezcan las relaciones laborales y contribuyan al mejoramiento del clima escolar. Porque cuando se alinean las personas y los propósitos, no solo se transforma la escuela, también se transforma la experiencia de quienes aprenden y enseñan en ella.

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El Programa Escolar de Mejora Continua (PEMC)

El liderazgo educativo consiste en movilizar y coordinar el esfuerzo colectivo de la escuela para mejorar los aprendizajes de todos.” — Viviane Robinson

En el marco de la Nueva Escuela Mexicana, existen diferentes elementos que constituyen la base del andamiaje que la sostiene, uno de ellos es el Programa de Mejora Continua. A partir de su construcción, surgen los principales elementos que le dan solidez y empuje hacia el principal objetivo de la escuela que es el aprendizaje de las niñas, niños y adolescentes al interior del centro educativo.

El Programa de Mejora Continua es quizá la herramienta más valiosa que tienen hoy las escuelas de nuestro país, aunque muchas veces la sociedad no alcanza a dimensionar su importancia. Este programa no es un documento que se guarda en un archivo, sino un proceso vivo que se construye con la participación de maestras, maestros y directivos, quienes parten de una lectura crítica de la realidad de su comunidad escolar. Ahí se identifican problemas, necesidades y obstáculos que afectan el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes, y a partir de ello se trazan objetivos, metas y acciones concretas para transformar esas condiciones. Lo que distingue al Programa de Mejora Continua es que no se limita a planear en el papel, sino que implica un ciclo de diagnóstico, implementación, seguimiento, evaluación y comunicación de avances, de modo que cada paso se ajuste a los resultados y al contexto cambiante de cada plantel.

Su impacto es profundo porque garantiza que cada acción emprendida dentro de la escuela tenga un propósito claro y una continuidad en el tiempo. Al ser progresivo y gradual, permite que los cambios, aunque a veces parezcan pequeños, se acumulen y se conviertan en mejoras significativas y duraderas. Además, su carácter sistemático asegura que el trabajo docente no se disperse, sino que siga una ruta ordenada que da coherencia a los esfuerzos de toda la comunidad escolar. Cada escuela, por supuesto, enfrenta contextos distintos; por eso, este programa también es diferenciado y territorial, pues reconoce las particularidades sociales, culturales y económicas de cada entorno, haciendo que las soluciones sean pertinentes y efectivas.

Alrededor de este eje se articulan otros elementos que fortalecen la vida escolar. El Programa Analítico asegura que los procesos de enseñanza y aprendizaje respondan al contexto y a las características de cada comunidad. La planeación didáctica y la evaluación formativa permiten que el trabajo en el aula tenga un rumbo claro y que los avances puedan ser medidos y retroalimentados constantemente. También se desarrollan estrategias como el trabajo por proyectos, la integración curricular, la atención al rezago, la promoción de una vida saludable y el trabajo colaborativo con las familias, que complementan y dan fuerza al Programa de Mejora Continua. Incluso, se abordan temas que muestran el compromiso del sistema educativo con la diversidad y la inclusión, como la atención a las infancias y adolescencias trans y no binarias, reafirmando que la mejora educativa va de la mano con la construcción de una sociedad más justa e igualitaria.

La dirección escolar tiene un papel decisivo en este entramado. Bajo su conducción, los esfuerzos docentes encuentran un cauce y una coherencia que permiten que el colectivo se convierta en una verdadera comunidad de aprendizaje. Es en los Consejos Técnicos Escolares donde se reflexiona sobre la práctica, se comparten experiencias y se construyen acuerdos que después se traducen en acciones dentro de las aulas. Lo que ahí se decide no queda encerrado en las paredes de la escuela, sino que repercute directamente en la vida de los estudiantes y, por extensión, en la vida de toda la sociedad. El Programa de Mejora Continua es, en realidad, una inversión silenciosa pero trascendental en el futuro, porque asegura que cada generación de niñas, niños y adolescentes tenga acceso a una educación de mayor calidad, más equitativa y más pertinente para los retos del presente y del mañana. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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El acompañamiento pedagógico: clave para transformar la enseñanza

En el corazón de toda escuela comprometida con el aprendizaje profundo y significativo, el acompañamiento pedagógico representa una de las prácticas más valiosas que puede ejercer quien lidera. Lejos de ser una actividad adicional o secundaria, es una forma directa, concreta y poderosa de incidir en la mejora de la enseñanza. Así lo plantea Murillo (2007), al señalar que cuando una persona al frente de una institución educativa acompaña pedagógicamente, está contribuyendo activamente a fortalecer el trabajo docente y, con ello, a generar mejores condiciones para los aprendizajes de niñas, niños y adolescentes.

El acompañamiento no se trata de supervisar desde la distancia ni de señalar errores con una mirada punitiva. Al contrario, es un proceso de diálogo, de escucha activa, de construcción conjunta. Cuando quien dirige se involucra en los procesos de enseñanza, reconoce los esfuerzos del personal docente, identifica sus necesidades reales y ofrece apoyo oportuno, está contribuyendo a fortalecer los lazos de confianza, a crear una cultura de colaboración genuina y a construir un ambiente donde se aprende de manera colectiva.

Este tipo de liderazgo transforma profundamente la vida escolar. Mejora el clima organizacional, promueve relaciones laborales más sanas, impulsa la profesionalización del equipo docente y, sobre todo, centra el quehacer educativo en lo más importante: el aprendizaje con sentido y equidad para todas y todos los estudiantes.

Por eso, conocer, valorar e impulsar el acompañamiento pedagógico como práctica cotidiana resulta fundamental para quienes ejercen la función directiva. Es una vía que conecta directamente con el propósito esencial de la escuela: acompañar trayectorias de vida, no solo cumplir con planes y programas. Porque cuando una dirección se involucra pedagógicamente, transforma el aula desde la cercanía, el compromiso y la esperanza.

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Liderar con propósito: una mirada desde las prioridades escolares

Uno de los desafíos más importantes de quienes tienen la responsabilidad de dirigir instituciones educativas es decidir en qué enfocar su tiempo y energía. Michael Fullan (2001) nos recuerda que liderar con efectividad no es una cuestión de hacer mucho, sino de hacer lo que realmente transforma. En el contexto escolar, esto significa centrar la atención en las acciones que impactan directamente en la enseñanza y el aprendizaje.

Este planteamiento tiene implicaciones profundas para la función directiva. En lugar de verse absorbido por lo urgente o lo administrativo, quien lidera con visión prioriza aquello que contribuye a la mejora del trabajo colaborativo, al fortalecimiento del equipo docente y a la generación de ambientes propicios para el desarrollo de aprendizajes significativos. Establecer prioridades con base en el bienestar de estudiantes y docentes es una muestra de compromiso con la comunidad educativa.

Al dirigir con esta claridad, se promueve un ambiente donde las relaciones laborales se enriquecen, la confianza entre los actores escolares se fortalece y se construye una cultura escolar centrada en el crecimiento colectivo. Esto redunda no solo en mejores condiciones laborales, sino en una atmósfera que favorece el aprendizaje auténtico de niñas, niños y adolescentes.

Saber liderar implica aprender a decir “sí” a lo importante, y a dejar ir aquello que no contribuye al propósito educativo. Esto es algo que todas y todos quienes ejercen una labor directiva deben tener presente cada día. Priorizar es, en esencia, cuidar la razón misma por la que existe la escuela: que sus estudiantes aprendan con sentido, con alegría y con profundidad.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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De equipos profesionales a comunidades de aprendizaje: el desafío del liderazgo escolar

Hargreaves y Fullan (2012) nos invitan a repensar la labor de quienes están al frente de los centros escolares. Su reflexión destaca que la verdadera tarea de una persona directiva no es solamente organizar o coordinar actividades, sino impulsar la construcción de comunidades profesionales sólidas que trabajen unidas hacia propósitos compartidos. Esta visión transforma el enfoque tradicional y sitúa la colaboración y el fortalecimiento de los equipos docentes como una ruta prioritaria para mejorar las condiciones de aprendizaje.

Cuando se apuesta por crear una comunidad de aprendizaje —y no solo una estructura operativa— se generan vínculos más estrechos entre los miembros del equipo docente, se favorece el acompañamiento mutuo, se comparten experiencias y saberes, y se propician espacios de reflexión colectiva. Esto no solo incrementa el sentido de pertenencia, sino que también incide directamente en la mejora del clima escolar, la cohesión del colectivo y la confianza interpersonal, elementos indispensables para construir entornos donde las niñas, niños y adolescentes puedan aprender con entusiasmo y seguridad.

Un liderazgo escolar orientado a este tipo de transformación reconoce el valor de cada integrante del equipo, promueve el diálogo profesional, establece metas comunes claras y favorece que todos participen activamente en la toma de decisiones. Al fomentar la corresponsabilidad y el aprendizaje mutuo, se abre camino a un fortalecimiento del trabajo directivo centrado en las personas y en el propósito educativo.

Esto es fundamental para quienes hoy asumen la función directiva. Comprender que su labor tiene el poder de cohesionar o fracturar a un equipo hace la diferencia entre una escuela que simplemente cumple con lo básico, y una escuela que vibra con el compromiso de transformar la vida de su comunidad educativa.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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Evaluar con transparencia: una vía para fortalecer la conducción escolar

La conducción de una escuela no se basa únicamente en tomar decisiones, sino en la forma en que dichas decisiones se construyen con la comunidad. Tal como lo plantea Navarro (2005), cuando una persona directiva impulsa procesos de evaluación institucional con apertura y participación activa de todos los sectores escolares, se fortalece no solo su liderazgo, sino también la legitimidad de su actuar cotidiano. Y es que en las escuelas, más que en cualquier otro espacio, el sentido de pertenencia, el reconocimiento mutuo y la confianza se construyen con acciones visibles y congruentes.

Promover procesos de evaluación con transparencia no se limita a presentar informes o dar a conocer resultados, sino que implica escuchar activamente, dialogar con docentes, estudiantes, madres y padres de familia, personal de apoyo, y generar acuerdos que orienten los esfuerzos de mejora continua. La participación no solo democratiza las decisiones, también genera sentido de corresponsabilidad y cohesiona al equipo de trabajo en torno a metas comunes.

Cuando los procesos de revisión interna se convierten en espacios de encuentro y reflexión, se da un paso firme hacia el fortalecimiento del trabajo directivo, al tiempo que se crean condiciones más propicias para el trabajo colaborativo y el respeto mutuo. Esto, a su vez, repercute directamente en la mejora del clima escolar, lo cual incide de forma positiva en el bienestar de las niñas, niños y adolescentes, así como en la construcción de ambientes más favorables para el aprendizaje.

Abrir la evaluación institucional al diálogo es un acto de liderazgo con visión ética. Es demostrar que el trabajo en la escuela no es propiedad de una persona, sino de una comunidad que merece ser escuchada, valorada e impulsada en su diversidad. Y cuando ese espíritu se instala, florecen la confianza, el compromiso colectivo y la mejora del entorno escolar.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

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Liderar sin miedo al error: un camino hacia comunidades escolares que aprenden

Michael Fullan (2007) plantea una idea fundamental para quienes dirigen instituciones educativas: el liderazgo pedagógico no puede limitarse a señalar lo que se hace mal, sino que debe promover entornos donde el error no se castigue, sino que sea visto como una oportunidad para reflexionar, dialogar y construir nuevos aprendizajes en colectivo. Esta visión transforma profundamente el ejercicio de la función directiva, pues coloca al centro la construcción de un clima escolar donde cada integrante se sienta valorado y parte activa de un proceso compartido.

En muchas escuelas, el temor a equivocarse inhibe la creatividad, apaga la participación y dificulta la colaboración. Cuando se cultivan espacios donde se permite preguntar, ensayar nuevas rutas, y compartir lo que no funcionó sin temor a la descalificación, florece una cultura de confianza. Y esa confianza se vuelve la base para la mejora continua del trabajo directivo y docente, favoreciendo relaciones laborales más humanas y comprometidas.

Para quienes asumen la responsabilidad de liderar una comunidad escolar, comprender esta perspectiva es vital. No se trata únicamente de conducir actividades, sino de generar condiciones para que cada persona —docente, estudiante, madre, padre o personal de apoyo— pueda aportar lo mejor de sí sin temor, en un ambiente de respeto y escucha. Ese entorno de confianza promueve la mejora del clima de aprendizaje, propiciando que niñas, niños y adolescentes desarrollen habilidades académicas y socioemocionales en un espacio donde saben que equivocarse también es parte de aprender.

El liderazgo escolar comprometido con esta visión no se enfoca en imponer, sino en acompañar. Se convierte en guía, en impulso, en puente que une voces diversas en torno a metas comunes. Allí donde se valora la diferencia, se respeta el proceso de cada persona y se dialoga desde la empatía, se construyen verdaderos equipos de trabajo capaces de transformar las realidades escolares y sembrar esperanza en el corazón de la educación.

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Liderar con conciencia del entorno: una responsabilidad impostergable

Quienes asumen la función directiva en los centros escolares no solo conducen una institución, sino que también representan una figura clave en la construcción de justicia educativa. Como bien plantea Ocampo (2012), ignorar el contexto implica perpetuar desigualdades, mientras que comprenderlo con profundidad permite liderar transformaciones orientadas a la equidad. Esta afirmación debe resonar con fuerza en quienes tienen a su cargo la conducción de una comunidad escolar.

Comprender el contexto no es simplemente reconocer los indicadores socioeconómicos de una zona o conocer el número de estudiantes; es comprender las trayectorias, los retos históricos, las expectativas culturales, y las múltiples realidades que configuran la vida escolar. Esta comprensión permite que las decisiones que se tomen en la escuela tengan pertinencia, respeto y coherencia con la realidad de niñas, niños, adolescentes, sus familias y el propio personal docente.

Cuando una o un directivo actúa desde la conciencia del entorno, favorece un ambiente más humano, más comprensivo, donde se visibilizan y atienden las brechas, se favorece la inclusión y se priorizan los apoyos necesarios para que todas y todos puedan aprender. Este liderazgo también propicia una mejora en las relaciones laborales, porque reconoce los desafíos que enfrenta cada integrante de la comunidad y responde con acciones cercanas, viables y transformadoras.

En este sentido, conocer el contexto es una forma de ejercer el liderazgo con empatía, con mirada crítica y con un compromiso profundo por construir escuelas más justas. Porque la equidad no es un discurso: es una práctica diaria que se concreta cuando las decisiones se basan en realidades, no en generalizaciones.

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