El error como punto de partida para el aprendizaje colectivo

En el ámbito escolar, el error suele verse con recelo, como algo que debe evitarse a toda costa. Sin embargo, cuando quienes ejercen la función directiva comprenden que equivocarse forma parte natural del proceso de aprendizaje, se abren nuevas posibilidades para fortalecer los vínculos humanos dentro de la comunidad educativa. Como lo señala Murillo (2015), asumir el error como una oportunidad permite fortalecer el diálogo, crear espacios de confianza y fomentar relaciones más sanas, basadas en la comprensión y la mejora compartida.

Este enfoque no debilita la autoridad del directivo, al contrario, la humaniza. Permite construir una cultura escolar donde se privilegia el aprendizaje colectivo, se fomenta la escucha activa y se promueve un ambiente donde todos, desde sus distintos roles, se sienten con la libertad de aportar, equivocarse, reflexionar y avanzar juntos. Este tipo de liderazgo sensible contribuye al fortalecimiento del trabajo colaborativo, mejora el clima escolar y, por tanto, incide de forma directa en la experiencia educativa de niñas, niños y adolescentes.

Asumir esta postura no es un acto menor: implica compromiso, humildad y un profundo respeto por la labor de los otros. Implica también renunciar a prácticas punitivas o autoritarias y abrir paso a la construcción de una comunidad escolar que aprende junta, que se apoya y que evoluciona continuamente.

La función directiva encuentra aquí una de sus tareas más valiosas: no solo liderar, sino acompañar con sentido y desde la empatía, sabiendo que los errores también pueden ser semillas de transformación cuando se enfrentan con apertura y se convierten en parte del proceso compartido de mejora.

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Un buen clima escolar no se impone, se construye

En cada centro escolar, hay una energía invisible pero poderosa que puede impulsar o frenar los aprendizajes: el clima escolar. Este no depende únicamente de normas o discursos institucionales, sino que se forja con las acciones cotidianas, con las palabras, con los gestos, con la forma en que se trabaja en equipo. Cuando este clima es favorable, se siente en el ambiente: el aprendizaje fluye, el compromiso de cada miembro crece de forma espontánea, y la colaboración entre colegas se vuelve algo natural, casi orgánico.

Para quienes tienen la responsabilidad de dirigir una escuela, comprender y cuidar el clima escolar debe convertirse en una prioridad. No solo porque incide directamente en el bienestar de quienes conforman la comunidad educativa, sino porque permite que el trabajo en equipo florezca, que las relaciones laborales sean más armónicas y, sobre todo, que niñas, niños y adolescentes encuentren un entorno emocionalmente seguro donde aprender, equivocarse y crecer.

Hargreaves y Fink (2006) lo resumen de manera clara: cuando el ambiente es adecuado, todo fluye mejor. Esta afirmación no solo describe una aspiración, sino un llamado a la acción: fortalecer el trabajo directivo desde la cercanía, la empatía y la escucha activa, con la firme intención de construir espacios escolares donde la mejora del clima de aprendizaje sea una realidad compartida.

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El conocimiento como herramienta de fortalecimiento directivo

Cuando una persona que ejerce la función directiva en un centro escolar se toma el tiempo para conocer las tareas que desempeña cada integrante de su equipo, abre la puerta a un ejercicio más justo, humano y significativo de su labor. No se trata únicamente de observar desde lejos, sino de comprender el rol que cada uno juega en la construcción del día a día escolar. Este conocimiento permite al directivo tomar decisiones con mayor criterio, acompañar con empatía y actuar con un sentido claro que fortalece el trabajo colectivo.

Al entender la labor de docentes, personal administrativo y de apoyo, se potencia la posibilidad de generar un ambiente de trabajo colaborativo más sólido, basado en la confianza y la valoración del otro. Esto impacta de manera directa en la mejora del clima escolar, en las relaciones laborales más saludables y, como consecuencia natural, en un entorno más propicio para el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.

Esta reflexión, inspirada en una idea planteada por Gairín (2012), es especialmente relevante hoy en día, cuando los desafíos escolares exigen liderazgos cercanos, sensibles y comprometidos con las personas, más allá de los indicadores. Quien dirige una escuela no solo coordina procesos; tiene en sus manos la posibilidad de sembrar relaciones humanas que florezcan en aprendizajes verdaderos.

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Decidir con base en evidencias

En el ejercicio de la función directiva, una de las tareas más importantes y a la vez más complejas es la toma de decisiones. Cada elección que se hace desde la dirección de una escuela tiene un impacto directo en las condiciones de trabajo del personal, en el ambiente que se genera en el centro educativo y, sobre todo, en las oportunidades de aprendizaje para niñas, niños y adolescentes. Por eso, no basta con actuar desde la intuición o la experiencia individual; es fundamental contar con elementos objetivos que orienten el rumbo.

La evaluación institucional, entendida como un proceso participativo, sistemático y formativo, se convierte en una herramienta poderosa para conocer la realidad escolar con mayor profundidad. A través de ella, es posible identificar fortalezas, reconocer desafíos, analizar tendencias y, sobre todo, abrir espacios de diálogo reflexivo que permitan tomar decisiones informadas. No se trata de medir por medir, sino de construir conocimiento útil para transformar las prácticas educativas.

Weinstein (2011) señala que la dirección escolar encuentra en la evaluación una vía para fundamentar sus decisiones en evidencias, no en suposiciones. Esta idea, aunque sencilla, tiene implicaciones profundas. Porque cuando se decide con base en datos confiables, se evitan prejuicios, se promueve la equidad y se fortalece el sentido colectivo de responsabilidad por la mejora. Además, se legitima el liderazgo, ya que las decisiones se sustentan en el conocimiento compartido de la realidad institucional.

Para lograrlo, es necesario promover una cultura escolar donde la evaluación no se perciba como amenaza, sino como una oportunidad para aprender y crecer. Esto exige que quienes dirigen las escuelas impulsen procesos abiertos, éticos y respetuosos, donde todas y todos puedan aportar. Así, la evaluación deja de ser una carga para convertirse en un puente hacia mejores decisiones y mejores escuelas.

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Conocer para construir comunidad en la escuela

Dirigir una escuela va mucho más allá de coordinar actividades o tomar decisiones administrativas. Implica, ante todo, tejer vínculos humanos profundos con quienes integran la comunidad escolar. Conocer verdaderamente a las personas —a las y los docentes, al personal de apoyo, a madres y padres de familia, y por supuesto, a las y los estudiantes— es un acto de respeto y compromiso que transforma la convivencia cotidiana en una experiencia significativa.

Cuando quienes ejercen la función directiva se dan el tiempo de escuchar, observar y comprender a cada integrante de su comunidad, se crean las condiciones para construir una cultura escolar basada en el reconocimiento mutuo, la empatía y la colaboración. Este tipo de conocimiento no se reduce a saber nombres o funciones, sino que implica comprender trayectorias, necesidades, sueños y desafíos. Desde ahí, el trabajo colectivo cobra sentido y se convierte en una causa compartida.

Sergiovanni (1992) señala que este acto de conocer es la base sobre la cual se cimienta una cultura de respeto y compromiso. No se trata de estrategias, se trata de humanidad. Porque cuando se reconoce al otro como alguien valioso, con voz, con historia, con algo que aportar, se fortalece la confianza, se cuidan los vínculos y se propicia un ambiente donde todas y todos pueden aprender y desarrollarse plenamente.

Este tipo de liderazgo, centrado en las personas, es profundamente transformador. Tiene la capacidad de dignificar la vida escolar, de inspirar el trabajo en equipo y de generar mejores condiciones para el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. Por eso, conocer no es un lujo; es una necesidad para quienes desean construir escuelas más justas, más humanas y más comprometidas con su propósito educativo.

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Autoridad que construye, no que somete

En los entornos escolares, la manera en que se ejerce la autoridad tiene un profundo impacto en el clima de trabajo, en la cohesión del equipo y, sobre todo, en la experiencia de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. Quienes asumen la dirección de una escuela no solo cumplen una función administrativa o normativa: representan una figura de referencia que puede generar confianza, promover el diálogo y fomentar relaciones humanas basadas en el respeto mutuo.

Dirigir con respeto significa reconocer la dignidad de cada persona, sin importar el cargo que ocupe. Significa que las decisiones se toman con claridad, pero también con sensibilidad. Que las diferencias se abordan sin autoritarismo. Que el acompañamiento se ofrece desde la escucha, no desde el juicio. Que los errores se transforman en oportunidades para crecer, no en motivos para señalar. En suma, que se lidera desde la humanidad, no desde la imposición.

Weinstein (2011) lo expresa con contundencia: ejercer autoridad no debe ser sinónimo de humillar, sino de dignificar. Esta idea, lejos de ser idealista, es profundamente transformadora. Las y los directivos que logran generar esta forma de autoridad basada en el respeto se convierten en referentes de coherencia, justicia y cercanía. No sólo resuelven conflictos con mayor sabiduría, también inspiran al equipo a trabajar con entusiasmo, compromiso y confianza.

En las escuelas donde se construye este tipo de liderazgo, florecen relaciones laborales más sanas, el ambiente es más armonioso y los aprendizajes son más significativos. Porque cuando se trabaja en un espacio donde la autoridad se ejerce con respeto, se libera el potencial de todas y todos los que forman parte de la comunidad educativa.

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El Aprendizaje dialógico

“La mejora del aprendizaje y de la convivencia va unida a la implicación activa de toda la comunidad educativa.” Valls & Munté, 2010

En el marco de la Nueva Escuela Mexicana (NEM), el aprendizaje dialógico representa una propuesta profundamente transformadora, centrada en la equidad, la inclusión y la participación activa de toda la comunidad educativa. Este tipo de aprendizaje, más que una simple metodología, es una filosofía educativa basada en el diálogo igualitario, donde cada voz tiene valor, y en donde el conocimiento se construye a partir de la interacción y el consenso entre sujetos diversos. Así, el llamado «aprendizaje dialógico» no se restringe al aula, sino que se expande hacia toda la comunidad escolar, incluyendo a docentes, estudiantes, familias y otros agentes del entorno social, en un compromiso colectivo por el aprendizaje con sentido.

El enfoque dialógico parte de una concepción del ser humano como transformador de su realidad (Freire, 1970) y considera que aprender no es una actividad individualista, sino una construcción conjunta, atravesada por el lenguaje, la cultura, las emociones y los vínculos. Esta idea cobra particular relevancia en las Comunidades de Aprendizaje, donde el diálogo, la participación y el trabajo conjunto son ejes articuladores de todos los procesos educativos. Aquí, el conocimiento no se transmite de manera unidireccional, sino que se negocia, se resignifica y se reconstruye en contextos reales, colaborativos y contextualizados. Este planteamiento está íntimamente ligado a la NEM, que impulsa una educación basada en los principios de justicia social, aprendizaje a lo largo de la vida y construcción colectiva del conocimiento.

Cuando se implementa el aprendizaje dialógico en comunidades escolares, se crean condiciones óptimas para que niñas, niños y adolescentes desarrollen no solo competencias académicas, sino también habilidades socioemocionales, capacidades comunicativas y sentido de pertenencia. Estas experiencias refuerzan una premisa esencial: los aprendizajes más poderosos se generan cuando las y los estudiantes sienten que su voz es escuchada, que sus experiencias son valoradas y que tienen un lugar activo en su proceso educativo.

El reconocimiento del esfuerzo del personal docente y directivo es imprescindible en este contexto. Transformar una escuela tradicional en una Comunidad de Aprendizaje implica valentía, compromiso ético y apertura al cambio. Las y los docentes que apuestan por el aprendizaje dialógico lo hacen desde la convicción de que otro modelo educativo es posible, uno donde se privilegie la construcción conjunta del conocimiento por encima de la instrucción mecánica. En estos espacios, la dirección escolar deja de ser una función burocrática y se convierte en liderazgo pedagógico distribuido, que promueve y cuida las condiciones para el diálogo, la reflexión crítica y el desarrollo profesional colectivo.

El aprendizaje dialógico no solo favorece el desarrollo académico de niñas, niños y adolescentes, sino que transforma la cultura escolar en una comunidad viva, solidaria, crítica y comprometida. En un país como México, atravesado por profundas desigualdades, adoptar este enfoque desde los principios de la NEM es también un acto de justicia educativa: se trata de colocar al centro el derecho a aprender de todas y todos, sin importar su contexto socioeconómico, su origen étnico o su historia escolar. Así, el aprendizaje dialógico deja de ser una utopía lejana para convertirse en una vía concreta y esperanzadora hacia la equidad, el bienestar y la transformación social. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

https://manuelnavarrow.com

manuelnavarrow@gmail.com

El valor del liderazgo cercano en las escuelas

Una de las formas más poderosas de fortalecer el trabajo educativo es a través de la cercanía y la escucha activa. Cuando quienes asumen la función directiva acompañan de manera constante y genuina a sus equipos docentes, no solo están orientando procesos; están cultivando vínculos de confianza, construyendo una cultura de reflexión compartida y promoviendo el aprendizaje profesional colectivo.

El acompañamiento pedagógico, entendido como una práctica horizontal y dialógica, permite reconocer las fortalezas del personal docente, atender las áreas de oportunidad desde la empatía, y promover una mirada crítica sobre lo que sucede dentro del aula. No se trata de supervisar, sino de caminar al lado, de sostener y animar, de propiciar espacios donde se pueda pensar la enseñanza con libertad y creatividad.

Weinstein (2011) nos recuerda que este tipo de liderazgo convierte a quienes dirigen en figuras cercanas, humanas, que inspiran y construyen comunidad. En lugar de generar temor o distancia, fomentan la participación activa, el trabajo en equipo y el crecimiento compartido. Esta forma de acompañar no solo mejora las relaciones laborales, también transforma el clima escolar y crea condiciones más propicias para que las niñas, niños y adolescentes aprendan con alegría y plenitud.

Quienes dirigen escuelas tienen en sus manos una posibilidad extraordinaria: ser faros que iluminan el camino de otros, no desde la imposición, sino desde el compromiso con la mejora continua del trabajo colectivo. Y en esa tarea, el acompañamiento no es un lujo, es una necesidad.

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La importancia de la visión en el largo plazo

En los espacios educativos, quienes asumen la conducción no deberían limitarse a marcar el rumbo de forma unidireccional, sino abrir horizontes que convoquen a soñar en colectivo. Liderar con mirada de futuro significa más que definir rutas: implica imaginar escenarios posibles, movilizar voluntades y animar a toda la comunidad escolar a construir nuevas realidades con sentido y esperanza.

Un liderazgo que se centra en la construcción compartida no impone objetivos, sino que despierta el deseo de transformar. En lugar de decir “esto es lo que se debe hacer”, invita a pensar “¿qué podemos lograr juntas y juntos?”. Esta forma de ejercer la función directiva no solo genera un ambiente más humano y respetuoso, también fortalece la identidad colectiva y el sentido de pertenencia de quienes integran la escuela.

Michael Fullan (2007) plantea que quienes lideran con visión de futuro no solo orientan, sino que convocan a planear de forma participativa. Y es precisamente en esa participación donde se gesta el compromiso auténtico: cuando maestras, maestros, estudiantes, madres, padres y demás integrantes del centro educativo se sienten parte del diseño de un sueño común, se implican de manera genuina y activa.

Por eso, es fundamental que quienes están al frente de las escuelas no se limiten a administrar lo cotidiano, sino que se conviertan en sembradores de posibilidades. Soñar juntos no es una fantasía, es una estrategia poderosa para transformar el presente y abrir camino a un futuro más justo, más incluyente y más digno para nuestras niñas, niños y adolescentes.

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La importancia de delegar

Uno de los grandes desafíos para quienes ejercen la función directiva es comprender que liderar no significa hacerlo todo, sino generar las condiciones para que otras personas participen, crezcan y se comprometan activamente con el proyecto colectivo de la escuela. Delegar, en este sentido, no es simplemente repartir tareas; es confiar, reconocer capacidades, abrir espacios de participación y construir comunidad desde la corresponsabilidad.

Cuando en una escuela se entiende que cada integrante tiene un papel importante en el desarrollo institucional, florece una cultura donde el trabajo en equipo no solo se promueve, sino que se vive. El personal se siente valorado, escucha y aporta. Se propicia el diálogo, se distribuyen los liderazgos y se fortalece el sentido de pertenencia. Así, el trabajo del equipo directivo deja de ser una carga solitaria para convertirse en una construcción conjunta.

Bolívar (2006) lo expresa con claridad: empoderar a otros no debilita el liderazgo, lo potencia. Porque cuando se impulsa a las y los demás a tomar parte activa, no solo se favorece su desarrollo profesional, sino que se enriquece el proyecto común. En la práctica educativa, esto se traduce en mayor cohesión del equipo, mejora de las relaciones laborales, y en consecuencia, en un ambiente más sano y propicio para el aprendizaje.

Quienes dirigen centros escolares tienen una enorme oportunidad de convertirse en promotores de estas dinámicas transformadoras. Hacerlo implica tener la disposición de escuchar, confiar y compartir la conducción del rumbo escolar. No se trata de ceder autoridad, sino de multiplicar las posibilidades de construir juntos una escuela más humana, reflexiva y comprometida con el bienestar de sus estudiantes.

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La importancia del trabajo en equipo

Cuando en una institución se procura cuidar las relaciones humanas, se está apostando por algo mucho más profundo que la simple colaboración: se está construyendo comunidad. El trabajo colectivo en un entorno escolar no es solo una herramienta para alcanzar metas académicas, sino un tejido humano que sostiene la vida misma de los proyectos institucionales. La forma en que las personas se vinculan, se respetan y se acompañan en la tarea educativa dice mucho de la calidad del ambiente en el que niñas, niños y adolescentes aprenden y se desarrollan.

Fortalecer las relaciones al interior de la institución no implica solo “hacer bien las cosas”, sino generar espacios de confianza, diálogo y corresponsabilidad. Quienes ocupan cargos de dirección tienen una enorme oportunidad —y también una gran responsabilidad— de promover una cultura donde el trabajo colaborativo y el bienestar del equipo no sean un lujo, sino una necesidad prioritaria. Allí donde se cuida a las personas, florecen las ideas, se sostienen los proyectos y se multiplican las posibilidades de aprendizaje significativo para todas y todos.

Como bien lo señala J. Weinstein (2011), cuidar el trabajo en equipo es cuidar el entramado humano que da sentido y soporte a las instituciones. Las escuelas no se sostienen únicamente con planes o estructuras, sino con las personas que creen, se comprometen y se sienten parte de un propósito compartido. De ahí la importancia de mirar, escuchar y acompañar, no solo desde el rol técnico, sino desde una mirada profundamente humana.

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Una cultura colaborativa en el centro escolar

Una escuela en donde se comparte la tarea de enseñar y aprender es una escuela que florece. Este tipo de cultura no surge de la nada, se construye día a día a través de las acciones y decisiones que toman quienes asumen el liderazgo educativo. Cuando quienes dirigen una escuela promueven la colaboración, lo que realmente están haciendo es tejer redes de confianza, respeto y corresponsabilidad que fortalecen el trabajo colectivo y, sobre todo, el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.

La colaboración no es simplemente trabajar juntos, es construir comunidad. Es asumir que cada integrante del equipo tiene algo valioso que aportar, y que el bienestar y el aprendizaje de los estudiantes depende de un esfuerzo compartido. En estos entornos, no hay espacio para la indiferencia o la competencia individualista, porque se comprende que el éxito de uno es el avance de todos.

DuFour y Eaker (1998) lo expresan claramente al señalar que, cuando la colaboración se convierte en parte central de la vida escolar, el aprendizaje se asume como una responsabilidad compartida. Esto no solo implica coordinación entre docentes, también exige la participación activa de madres, padres, estudiantes y todo el personal de la comunidad educativa. La dirección escolar, entonces, tiene un papel clave: impulsar espacios de reflexión conjunta, prácticas colegiadas, vínculos respetuosos y decisiones pedagógicas tomadas en equipo.

Hoy más que nunca, quienes ejercen la función directiva están llamados a fomentar culturas escolares donde lo colectivo tenga más peso que lo individual, y en donde el bienestar y los logros estudiantiles no dependan de esfuerzos aislados, sino de una comunidad comprometida con aprender y mejorar continuamente.

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Un liderazgo distribuido ayuda…

En los centros escolares, el liderazgo no debería recaer únicamente en una sola persona. Por el contrario, cuando se abren espacios para que distintas voces participen en la toma de decisiones, se generan nuevas oportunidades para innovar, se fortalecen los lazos entre colegas y se promueve un ambiente de mayor corresponsabilidad. Esta forma de conducir las escuelas impulsa no solo el desarrollo de quienes dirigen, sino también de quienes colaboran con ellos, lo que inevitablemente impacta de manera positiva en el ambiente donde las niñas, niños y adolescentes aprenden.

Distribuir las responsabilidades no significa perder el rumbo, sino multiplicar las posibilidades de construir soluciones más creativas, pertinentes y cercanas a las realidades que se viven en las aulas y pasillos. Como lo plantean Harris y Spillane (2008), al repartir el liderazgo se incrementan las oportunidades para transformar positivamente el entorno escolar. Se mejora el ánimo colectivo, se propicia un clima de respeto y colaboración, y se crea un espacio donde todas las personas se sienten parte activa del proyecto educativo.

Es fundamental que las y los directores escolares comprendan el poder transformador que tiene el compartir responsabilidades. Al hacerlo, no solo alivian cargas individuales, sino que también empoderan a su equipo docente y administrativo, fomentan una cultura de participación y fortalecen la comunidad educativa. El resultado no se hace esperar: mejores relaciones laborales, ambientes más armónicos y, sobre todo, condiciones más favorables para el aprendizaje de las y los estudiantes.

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Cuando lo inesperado puede suceder

“Cuando se culpabiliza al maestro como forma de gestionar el dolor social, se desplaza la responsabilidad institucional hacia el eslabón más vulnerable del sistema.” Marina Garcés

En los centros escolares, cada jornada está llena de múltiples interacciones: niñas, niños y adolescentes se desplazan, dialogan, juegan, debaten, se emocionan y a veces, se confrontan. Todo este entramado cotidiano sucede bajo la mirada atenta, aunque no omnipresente, del personal docente y directivo, quienes además de su labor pedagógica, son responsables del cuidado, bienestar y protección de sus estudiantes. 

En este contexto, cada momento puede convertirse, potencialmente, en un accidente, en un evento crítico. Basta un tropiezo en el baño, un empujón en la fila o una caída en el patio para que la escuela, el profesorado y la dirección se vean de pronto expuestos a juicios públicos, reclamos familiares o incluso procesos legales. Las imágenes compartidas en redes dan cuenta del hartazgo silencioso del personal educativo ante una constante: ser responsabilizados por situaciones que muchas veces escapan completamente de su control.

La ironía de que el docente pueda ser considerado culpable incluso si un niño se desmaya en los honores a la bandera, otro niño lo empuja jugando o tropieza con sus propias agujetas revela la vulnerabilidad estructural a la que está expuesto el magisterio. Se espera que la escuela sea un espacio de cuidado absoluto, pero pocas veces se reconocen las limitaciones reales con las que opera. Por eso, resulta urgente crear protocolos de actuación y abrir paso a herramientas que, más allá de culpar o excusar, permitan comprender, registrar, contar con testigos de los hechos y aprender de estas situaciones. Aquí entra en juego una propuesta que ha circulado Pilar Pozner sobre los incidentes críticos, no como un acto burocrático, sino como una vía reflexiva, ética y estratégica para prevenir riesgos.

Documentar hechos a través de una bitácora con detalle, contexto, acciones realizadas y firmas, no solo brinda certeza jurídica, también permite visibilizar lo que muchas veces se ignora: que el personal docente sí actuó, que sí advirtió, que sí buscó soluciones. Estos marcos no solo son útiles para la convivencia pacífica, también brindan sustento para que el personal docente no quede en el desamparo cuando se enfrenta a eventos que comprometen su integridad profesional. Casos como el del maestro Esteban muestran la necesidad de contar con evidencia documentada para evitar tortuosos procesos administrativos, escarnio social y desgaste emocional.

Por ello, animar al personal directivo y docente a llevar un registro en una bitácora profesional no es un acto defensivo, es una práctica de cuidado mutuo. Se trata de comprender que cada palabra, cada intervención oportuna y cada omisión también pueden ser reconstruidas a partir de la memoria escrita. Registrar una situación crítica no implica desconfianza, sino fortalecer una cultura de responsabilidad compartida, donde se sepa qué ocurrió, cómo se actuó y qué acuerdos se generaron. Cada acta debe especificar la fecha, relatoría de hechos, acciones ejecutadas, firmas de testigos, autoridad inmediata y del docente, con copia resguardada.

Frente a un escenario donde los riesgos escolares son tan diversos como impredecibles, asumir esta práctica como parte de una pedagogía de la corresponsabilidad puede prevenir conflictos futuros. Porque quien educa con compromiso merece también un marco que le proteja. Registrar no es solo prevenir, es dignificar la labor de quienes, día tras día, enseñan, cuidan y responden por infancias que, a pesar de todo, siguen corriendo, jugando, aprendiendo… y necesitando que alguien esté ahí, incluso cuando todo se pone en juego. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

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La importancia del clima escolar

Cuando las condiciones al interior de una escuela son propicias, todo cambia: el ánimo mejora, el diálogo se vuelve más constructivo y los conflictos tienden a resolverse con mayor madurez. En estos entornos, el aprendizaje fluye con naturalidad, el compromiso del personal se fortalece y la colaboración entre docentes, directivos, estudiantes y familias se convierte en una práctica cotidiana. Esta realidad, que tantos hemos experimentado en algún momento de nuestras trayectorias, no es producto del azar: requiere una construcción consciente, intencionada y sostenida por parte de quienes dirigen las escuelas.

Los equipos directivos tienen un papel clave en este proceso. Su labor diaria, cuando está orientada al fortalecimiento del trabajo colaborativo, a la mejora del ambiente laboral, al acompañamiento respetuoso y a la creación de condiciones de confianza, tiene un impacto directo en el bienestar de toda la comunidad escolar. De ahí la importancia de que se formen, se acompañen y se reconozcan como agentes de cambio comprometidos con el desarrollo humano y pedagógico de quienes forman parte de sus instituciones.

Como bien plantean Hargreaves y Fink (2006), cuando el clima escolar es favorable, se abre paso a una dinámica en la que aprender se vuelve más sencillo, más significativo y más compartido. Apostar por mejorar estos entornos es apostar por el derecho a aprender en condiciones dignas, seguras y enriquecedoras.

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