Uno de los grandes desafíos para quienes ejercen la función directiva es comprender que liderar no significa hacerlo todo, sino generar las condiciones para que otras personas participen, crezcan y se comprometan activamente con el proyecto colectivo de la escuela. Delegar, en este sentido, no es simplemente repartir tareas; es confiar, reconocer capacidades, abrir espacios de participación y construir comunidad desde la corresponsabilidad.
Cuando en una escuela se entiende que cada integrante tiene un papel importante en el desarrollo institucional, florece una cultura donde el trabajo en equipo no solo se promueve, sino que se vive. El personal se siente valorado, escucha y aporta. Se propicia el diálogo, se distribuyen los liderazgos y se fortalece el sentido de pertenencia. Así, el trabajo del equipo directivo deja de ser una carga solitaria para convertirse en una construcción conjunta.
Bolívar (2006) lo expresa con claridad: empoderar a otros no debilita el liderazgo, lo potencia. Porque cuando se impulsa a las y los demás a tomar parte activa, no solo se favorece su desarrollo profesional, sino que se enriquece el proyecto común. En la práctica educativa, esto se traduce en mayor cohesión del equipo, mejora de las relaciones laborales, y en consecuencia, en un ambiente más sano y propicio para el aprendizaje.
Quienes dirigen centros escolares tienen una enorme oportunidad de convertirse en promotores de estas dinámicas transformadoras. Hacerlo implica tener la disposición de escuchar, confiar y compartir la conducción del rumbo escolar. No se trata de ceder autoridad, sino de multiplicar las posibilidades de construir juntos una escuela más humana, reflexiva y comprometida con el bienestar de sus estudiantes.
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