El cambio auténtico en las escuelas comienza en lo profundo de la cultura institucional

En el ámbito educativo, el cambio verdadero no se impone ni se decreta. No basta con una orden ni con una normativa para transformar una escuela. El cambio genuino ocurre cuando se logra alinear la cultura, la estructura y las personas hacia un propósito compartido, tal como lo afirma Juan Weinstein (2011). Esta afirmación encierra una poderosa reflexión que debería ser guía constante para quienes asumen la función directiva: el cambio requiere compromiso colectivo, sentido compartido y una visión común construida desde dentro.

Cuando se comprende que las transformaciones duraderas nacen de la cultura organizacional, se abre paso a procesos de fortalecimiento del trabajo colaborativo, de reflexión conjunta y de apropiación de valores comunes. Quien dirige, entonces, deja de ser únicamente quien toma decisiones y se convierte en un promotor de sentido, en alguien que genera confianza, que escucha activamente, que construye comunidad y que impulsa a su equipo a mirar en la misma dirección.

Esta mirada es especialmente relevante en un contexto como el escolar, donde intervienen múltiples voces, sensibilidades y realidades. Alinear no significa imponer, sino tejer voluntades, escuchar la historia compartida de la comunidad educativa, rescatar lo valioso de la experiencia colectiva y animar a avanzar con claridad hacia un propósito que dé sentido al trabajo diario: el bienestar y aprendizaje integral de las niñas, niños y adolescentes.

Para lograrlo, es imprescindible que quienes lideran generen ambientes de respeto, diálogo y participación, que fortalezcan las relaciones laborales y contribuyan al mejoramiento del clima escolar. Porque cuando se alinean las personas y los propósitos, no solo se transforma la escuela, también se transforma la experiencia de quienes aprenden y enseñan en ella.

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La escuela que anhelamos

«La educación no cambia el mundo, cambia a las personas que van a cambiar el mundo»… Paulo Freire

Frecuentemente me he referido a la relación familia escuela como un vínculo necesario para fortalecer el aprendizaje, sin embargo, es necesario entender que la escuela necesita de una autocrítica permanente y necesaria para la transformación de la sociedad. La educación es el espejo en el que se refleja nuestra sociedad, por tanto, si queremos que mañana nuestra sociedad sea autocrítica, inclusiva, democrática y participativa, debemos comenzar por trasformar la escuela de hoy en ese molde ideal.

Una crítica popular que he utilizado antes es que existe una «generación de cristal», pero no debemos olvidar que esta percepción refleja, en realidad, generaciones anteriores que se resisten al cambio y así como hay padres de familia que se resisten, hay docentes y personal educativo que se muestran intolerantes hacia aspectos tan triviales como el largo del cabello, el uniforme o la identidad de un estudiante y otros prejuicios culturales, y se deja en las familias la toda la culpa de las deficiencias educativas. Pero ¿es justo trasladar toda la culpa a las familias, cuyo capital educativo es tan heterogéneo y cuyas circunstancias son tan distintas?

No debemos reducir la labor educativa al mero traspaso de conocimientos. Hacerlo es minimizar el rol transformador de la escuela. Frente a las debilidades o ausencias familiares, la escuela irrumpe como un agente educativo necesario y poderoso. Si anhelamos una sociedad que respeta derechos humanos, democrática y que no discrimine, entonces es imperativo que esas características las integremos primero en nuestras escuelas.

Algunos argumentan que la educación no es responsabilidad de la escuela sino exclusivamente de la familia. Sin embargo, si caemos en esa trampa, limitamos el impacto y alcance de la educación. Delegar la responsabilidad educativa únicamente a las familias es una barrera que impide lograr una escuela verdaderamente inclusiva y formativa.

Si bien es cierto que a veces la escuela y la familia parecen ir en trayectorias opuestas, es crucial identificar qué le corresponde hacer a la escuela para alinear esos caminos. Es prioritario entender que la escuela no debe ser esa entidad frágil que excluye o etiqueta a los estudiantes, ni el hospital que corre a los enfermos. No se trata solo del plan de estudios, sino de la cultura y esencia de la institución. La escuela debe ser reflejo del tipo de sociedad que anhelamos.

Es hora de dejar de lado críticas vacías hacia estudiantes y sus familias y centrarnos en la auto-reflexión. Debemos adoptar un enfoque inclusivo, construir relaciones trascendentes con las familias y aceptar que la transformación comienza con nosotros, los educadores. Como profesionales, nuestro deber es garantizar el derecho a la educación de todos los estudiantes y asumir el peso formativo que implica.

La tarea no es sencilla, pero es fundamental. Si deseamos un cambio en la sociedad, debemos empezar por nosotros, por la forma en que percibimos la educación, y por cómo nos relacionamos con estudiantes y sus familias. Solo entonces, lograremos escuelas que realmente sean pilares para el crecimiento y desarrollo de la sociedad. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann.

Doctor en Gerencia Pública y Política Social y miembro de la Asociación de Editorialistas de Chihuahua

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