En el ámbito educativo, el cambio verdadero no se impone ni se decreta. No basta con una orden ni con una normativa para transformar una escuela. El cambio genuino ocurre cuando se logra alinear la cultura, la estructura y las personas hacia un propósito compartido, tal como lo afirma Juan Weinstein (2011). Esta afirmación encierra una poderosa reflexión que debería ser guía constante para quienes asumen la función directiva: el cambio requiere compromiso colectivo, sentido compartido y una visión común construida desde dentro.
Cuando se comprende que las transformaciones duraderas nacen de la cultura organizacional, se abre paso a procesos de fortalecimiento del trabajo colaborativo, de reflexión conjunta y de apropiación de valores comunes. Quien dirige, entonces, deja de ser únicamente quien toma decisiones y se convierte en un promotor de sentido, en alguien que genera confianza, que escucha activamente, que construye comunidad y que impulsa a su equipo a mirar en la misma dirección.
Esta mirada es especialmente relevante en un contexto como el escolar, donde intervienen múltiples voces, sensibilidades y realidades. Alinear no significa imponer, sino tejer voluntades, escuchar la historia compartida de la comunidad educativa, rescatar lo valioso de la experiencia colectiva y animar a avanzar con claridad hacia un propósito que dé sentido al trabajo diario: el bienestar y aprendizaje integral de las niñas, niños y adolescentes.
Para lograrlo, es imprescindible que quienes lideran generen ambientes de respeto, diálogo y participación, que fortalezcan las relaciones laborales y contribuyan al mejoramiento del clima escolar. Porque cuando se alinean las personas y los propósitos, no solo se transforma la escuela, también se transforma la experiencia de quienes aprenden y enseñan en ella.
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