Liderar una escuela va mucho más allá de cumplir con actividades administrativas o de supervisión institucional. Quien ejerce la función directiva en un centro educativo enfrenta, a diario, una gran cantidad de decisiones, tensiones, demandas, y situaciones que requieren respuestas no solo racionales, sino profundamente humanas. En este contexto, lo expresado por Weinstein (2011) cobra pleno sentido: sin equilibrio emocional, ni el conocimiento ni la autoridad alcanzan para conducir procesos con sentido y profundidad.
El equilibrio emocional no es un atributo decorativo ni una cualidad secundaria; se trata de una herramienta indispensable para ejercer el liderazgo de forma auténtica, empática y sostenida. Es la base que permite responder ante el conflicto sin quebrarse, acompañar a otros sin imponer, tomar decisiones firmes sin perder la humanidad. Un directivo que cultiva este equilibrio está en mejores condiciones para contener emocionalmente a su equipo, escuchar con apertura, inspirar con su ejemplo y establecer vínculos de confianza.
Este equilibrio interior se traduce en la construcción de relaciones laborales más saludables, en una comunicación más asertiva y en una convivencia escolar menos tensa y más respetuosa. Desde esta perspectiva, cuidar el estado emocional de quienes dirigen escuelas es también cuidar el bienestar de toda la comunidad educativa. Cuando el clima escolar se ve influido por una dirección emocionalmente estable y consciente, las condiciones para aprender y enseñar mejoran sustancialmente.
Una escuela no se transforma solo por decretos o estructuras, sino por las personas que en ella interactúan día a día. Y si quienes lideran esas interacciones no logran sostenerse emocionalmente, difícilmente podrán acompañar a otros en sus trayectos de aprendizaje, en sus desafíos y en su desarrollo profesional y humano. Apostar por el equilibrio emocional como parte del fortalecimiento del trabajo directivo es, en definitiva, apostar por escuelas más humanas, más cercanas, más vivibles.
Cuando se piensa en lo que significa ejercer la función directiva en un centro escolar, a menudo se cree que basta con tomar decisiones y dar indicaciones. Sin embargo, el verdadero fortalecimiento del trabajo directivo está profundamente vinculado con actitudes, valores y formas de relacionarse que impactan directamente en el clima escolar y en la construcción de una comunidad de aprendizaje más sólida y humana. Una de las primeras características que distingue a quienes ejercen un liderazgo auténtico es la comunicación clara y honesta. No se trata solo de transmitir información, sino de hacerlo con transparencia, generando confianza y permitiendo que todas las voces puedan ser escuchadas. De la misma forma, cuando surgen errores o situaciones difíciles, el director que sabe orientar de manera privada y reflexiva demuestra que su propósito no es exhibir ni señalar, sino construir y guiar desde la confianza.
El fortalecimiento del trabajo directivo también implica tomar decisiones con inteligencia y apertura al riesgo, comprendiendo que avanzar siempre supone asumir retos y que de cada error se extraen aprendizajes valiosos. Esto se relaciona con la resiliencia, entendida como la capacidad de levantarse, adaptarse y seguir adelante sin perder de vista el propósito educativo. Los directores que inspiran son aquellos que saben medir los resultados de las acciones, no desde la cantidad de tareas realizadas, sino a partir del impacto positivo que estas tienen en la convivencia escolar y en el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.
Otro elemento fundamental es la creación de un ambiente donde se valore el talento de cada integrante de la comunidad escolar. Atraer y retener a personas comprometidas no depende únicamente de recompensas materiales, sino de la construcción de una cultura donde la inteligencia emocional, la empatía y la innovación se convierten en pilares que impulsan la mejora continua. El director que reconoce la importancia de la inteligencia emocional logra generar un ambiente de respeto y confianza, indispensable para mejorar las relaciones laborales y fortalecer el trabajo colaborativo.
La labor directiva también se caracteriza por una fuerte orientación a la integridad y a la humildad. Estos rasgos no solo consolidan la credibilidad, sino que promueven la formación de otros líderes dentro del mismo espacio escolar, multiplicando las capacidades y propiciando un entorno de aprendizaje compartido. Quien se reconoce como aprendiz constante, que sabe escuchar activamente y que valora la retroalimentación, demuestra que el liderazgo no es un lugar de imposición, sino un camino de mejora continua.
Los directores que dejan huella son aquellos que saben reconocer públicamente el esfuerzo de los demás, que no se esconden tras máscaras ni se pierden en juegos de poder, y que comprenden que el trabajo educativo requiere de relaciones genuinas y cercanas. Su ejemplo inspira, no por el cargo que ocupan, sino por la manera en que fortalecen el clima escolar y generan un ambiente favorable para que todos puedan aprender y desarrollarse.
La función directiva no es, por tanto, un asunto de autoridad rígida, sino un proceso de construcción colectiva que requiere sensibilidad, visión y compromiso. Reconocer estas señales y ponerlas en práctica contribuye no solo al crecimiento personal del director, sino también a la mejora del clima escolar, a relaciones laborales más humanas y, sobre todo, a la creación de un entorno en el que niñas, niños y adolescentes encuentren un espacio seguro para aprender y crecer.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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El día a día de quienes ejercen la función directiva en las escuelas está lleno de múltiples responsabilidades, demandas inesperadas y situaciones que requieren un alto nivel de atención y equilibrio. Por ello, no basta con tener habilidades técnicas o experiencia en el ámbito educativo, sino que resulta fundamental construir rutinas y hábitos que permitan mantener energía, claridad mental y estabilidad emocional, lo que se traduce directamente en un mejor trabajo con los equipos docentes, en la creación de un clima laboral positivo y, por ende, en la mejora del ambiente de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.
Comenzar la jornada de manera organizada y con tiempos bien definidos contribuye a que la persona directiva pueda atender las prioridades sin caer en la saturación o el desgaste. El cuidado personal, que va desde mantener una buena hidratación y una alimentación adecuada hasta destinar momentos para el descanso real, influye directamente en la manera en que se toman decisiones y en cómo se enfrenta el día con serenidad. Estos aspectos, aunque parecen simples, son la base para sostener la energía necesaria que exige la dirección de un centro escolar.
De igual forma, el movimiento diario, ya sea mediante ejercicios, caminatas o actividades físicas ligeras, no solo fortalece la salud, sino que ayuda a mantener la mente activa y creativa, cualidad imprescindible para quienes deben buscar soluciones y orientar a otros en momentos complejos. También es indispensable apartar espacios durante la jornada para desconectarse del trabajo, aunque sea de manera breve, lo que permite retomar las responsabilidades con mayor claridad y sin la tensión acumulada.
Otro elemento esencial es la organización de tiempos y la claridad de límites. Aprender a decir no cuando las demandas externas no se alinean con los objetivos prioritarios de la escuela es un acto de responsabilidad y cuidado del trabajo colectivo. Asimismo, establecer pausas y momentos de reflexión diaria permite reconocer los avances, detectar oportunidades de mejora y dar cierre a las jornadas con la mente más despejada, lo cual facilita también planear de forma más consciente el día siguiente.
Por último, el descanso reparador no debe ser visto como un lujo, sino como un recurso vital. Quienes asumen tareas directivas requieren mantener la mente descansada para escuchar, orientar y tomar decisiones que impactan no solo en su equipo de trabajo, sino también en la vida de las y los estudiantes. Dormir lo suficiente, preparar adecuadamente el momento de ir a la cama y evitar distracciones tecnológicas antes de dormir son medidas que favorecen un desempeño más pleno y humano.
La suma de estos hábitos contribuye no solo al fortalecimiento personal de quienes dirigen, sino también a la construcción de comunidades escolares más saludables, colaborativas y enfocadas en el bienestar. Una persona directiva que cuida de sí misma y organiza su jornada con equilibrio es capaz de inspirar a su equipo, favorecer la mejora del clima escolar y crear condiciones donde los aprendizajes florecen de manera más natural y significativa.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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El ejercicio de la función directiva va más allá del cumplimiento de responsabilidades administrativas o de la supervisión de procesos escolares. Implica, sobre todo, una forma particular de estar con los otros, de construir vínculos, de acompañar trayectorias y de influir con el ejemplo. En esta línea, el planteamiento de Sergiovanni (1992) nos recuerda que el interés genuino por las personas transforma radicalmente la manera en que se ejerce el liderazgo: convierte al directivo no solo en una figura institucional, sino en un referente ético y humano para su comunidad educativa.
Este enfoque subraya que el valor del liderazgo escolar no reside únicamente en las decisiones que se toman desde el cargo, sino en la manera en que se construye una comunidad basada en el respeto, la empatía, la escucha y el compromiso mutuo. Cuando una directora o director se interesa verdaderamente por su equipo docente, por el personal de apoyo, por las madres y padres de familia y, sobre todo, por cada niña, niño o adolescente que transita la escuela, empieza a generarse una transformación profunda en las relaciones y en el ambiente escolar.
La consecuencia directa de este tipo de liderazgo es una mejora sostenida en las relaciones laborales, un fortalecimiento del trabajo colaborativo y una cultura de cuidado que permea en todos los rincones del centro educativo. Esta forma de actuar potencia no solo el bienestar del equipo, sino que también crea condiciones más favorables para el aprendizaje, permitiendo que el conocimiento florezca en un entorno donde se valoran tanto las metas académicas como los lazos humanos.
En tiempos donde muchas veces se priorizan los resultados, es urgente recordar que las personas aprenden mejor donde se sienten vistas, respetadas y comprendidas. La figura directiva, cuando actúa desde la ética y el compromiso humano, inspira a toda la comunidad educativa a construir una escuela más justa, más cercana y más humana.
El ejercicio de la función directiva, especialmente en el ámbito escolar, suele estar rodeado de ideas preconcebidas que limitan el desarrollo de las personas que asumen esta gran responsabilidad. Una de las creencias más comunes es pensar que quien dirige debe tener todas las respuestas, cuando en realidad, la verdadera fortaleza radica en hacer preguntas valiosas, escuchar a los demás y rodearse de personas con las que se pueda construir una visión compartida. La dirección no es un acto solitario de certezas absolutas, sino un espacio de diálogo, apertura y aprendizaje conjunto que se transforma en una oportunidad para la mejora continua.
Otro mito frecuente es considerar que estar siempre ocupado es señal de productividad. Llenar la agenda de actividades no garantiza que se avance hacia un propósito claro. Lo realmente valioso es identificar qué acciones generan impacto positivo en la comunidad escolar y cuáles contribuyen al fortalecimiento del clima de aprendizaje. La dirección requiere de claridad en las prioridades y de la capacidad de distinguir entre lo urgente y lo verdaderamente importante para la vida escolar.
También suele pensarse que el liderazgo se basa en autoridad y control, cuando en realidad se construye desde la influencia y la confianza. Quien dirige con apertura, delega responsabilidades y permite que otros participen en la toma de decisiones, no solo promueve el trabajo colaborativo, sino que también fortalece las relaciones laborales y contribuye a un clima escolar más armónico. Esto favorece que el personal educativo se sienta parte de un proyecto compartido, lo que impacta de manera directa en la mejora de la convivencia y del ambiente de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.
Otro de los grandes errores es creer que las y los directivos nunca deben fallar. El error, lejos de ser un obstáculo, puede convertirse en un camino de crecimiento. Aprender de las equivocaciones, reconocerlas y ajustarse con humildad fortalece la capacidad de resiliencia y genera un ejemplo poderoso para la comunidad escolar. En lugar de proyectar una imagen de perfección inalcanzable, lo importante es mostrar que cada experiencia, incluso las más difíciles, puede transformarse en aprendizaje y en nuevas oportunidades de mejora.
De igual manera, se suele considerar que mostrarse vulnerable es una debilidad. Sin embargo, quienes se atreven a reconocer sus limitaciones y expresar con honestidad lo que sienten, generan confianza y cercanía. Esta apertura construye un lazo humano más sólido entre la persona que dirige y su equipo, lo que redunda en mejores relaciones laborales y en un ambiente propicio para la mejora del clima escolar.
La falsa creencia de que supervisar de manera rígida evita errores también puede frenar el desarrollo de la comunidad. El exceso de control no solo resta confianza, sino que limita la creatividad y la iniciativa de los docentes. Delegar con claridad, establecer acuerdos y confiar en las capacidades de los demás permite que cada integrante del equipo desarrolle lo mejor de sí mismo y contribuya de manera activa al bienestar escolar.
Otro de los mitos más extendidos es pensar que el liderazgo se mide por carisma. Aunque la simpatía pueda abrir puertas, lo que realmente sostiene la labor directiva es la coherencia, la integridad y la constancia en las acciones. Es la congruencia entre lo que se dice y lo que se hace lo que logra inspirar al equipo docente y genera un clima de confianza duradero.
Por último, pensar que la dirección es un camino solitario es un error que puede desgastar a cualquier persona. El fortalecimiento del trabajo directivo se logra al construir redes de apoyo, compartir experiencias y aprender de otros. Reconocer la necesidad de pedir ayuda y trabajar de manera colectiva no resta autoridad, al contrario, consolida la capacidad de impulsar una mejora continua en la vida escolar.
Conocer y desmontar estos mitos es clave para que quienes ejercen la función directiva logren fortalecer el trabajo colaborativo, generar mejores relaciones laborales y, sobre todo, crear un ambiente más favorable para el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. La dirección escolar no es un espacio de imposición, sino un proceso de construcción colectiva en donde la confianza, la apertura y la coherencia marcan la diferencia.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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Durante mucho tiempo se pensó que una escuela exitosa era aquella que mostraba altos puntajes, exámenes aprobados y cumplimiento de metas académicas. Sin embargo, esta visión ha comenzado a ser replanteada por autores que nos invitan a mirar más allá de los resultados. Uno de estos planteamientos lo comparten Aubert, A. et al. (2008), al proponer que el verdadero éxito escolar también se expresa en la capacidad que tienen las escuelas para incluir, escuchar y acompañar tanto a quienes enseñan como a quienes aprenden.
Esta idea, en apariencia sencilla, transforma por completo la mirada directiva. Implica reconocer que el acompañamiento emocional, la escucha activa, el respeto a la diversidad y el sostenimiento colectivo no son aspectos accesorios del trabajo escolar, sino elementos centrales que permiten generar aprendizajes duraderos, significativos y humanos. Una escuela que escucha es una escuela que cuida. Una escuela que cuida es una escuela que enseña mejor.
Para quienes ejercen la función directiva, este enfoque representa un llamado a fortalecer sus formas de liderazgo desde la empatía, la apertura al diálogo, la disposición para resolver conflictos de manera constructiva y la sensibilidad para detectar necesidades, muchas veces silenciosas, tanto del personal docente como del estudiantado. Impulsar estos procesos no solo mejora el trabajo en equipo y la convivencia laboral, sino que propicia un entorno más favorable para el desarrollo integral de niñas, niños y adolescentes.
Una escuela no se mide solo por sus indicadores, sino por la calidez y la coherencia con que trata a quienes la habitan. Y es ahí donde la figura directiva se vuelve clave: para construir día con día una cultura escolar donde cada persona se sepa reconocida, escuchada y valorada.
En el ejercicio de la función directiva, una de las competencias más determinantes para marcar la diferencia entre un liderazgo rígido y uno transformador es la inteligencia emocional. Quienes asumen la responsabilidad de conducir un centro escolar no solamente coordinan procesos académicos o administrativos, sino que también enfrentan situaciones de alta presión, interacciones humanas complejas y climas emocionales que impactan de manera directa el ambiente de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. Por ello, la capacidad de manejar las emociones propias y comprender las de los demás se convierte en un pilar esencial.
Un directivo con inteligencia emocional aprende a mantener la calma incluso en los momentos más desafiantes, lo cual transmite seguridad y confianza al equipo docente y administrativo. Al escuchar con apertura y no solo para responder, logra comprender mejor las inquietudes de quienes le rodean, fortaleciendo así los vínculos laborales. Además, establece límites claros y saludables, no desde la imposición, sino desde la necesidad de proteger un ambiente de respeto y colaboración.
La toma de decisiones se transforma cuando se incorpora la inteligencia emocional, ya que se aprende a pausar antes de reaccionar, evitando conflictos innecesarios y dando lugar a respuestas más asertivas. Perdonar con facilidad, dejar atrás rencores y confiar en las propias convicciones permite a las y los directivos enfocar su energía en el crecimiento del equipo, en lugar de alimentar tensiones que deterioran el clima escolar. Al mismo tiempo, reconocer que el malestar o la incomodidad son oportunidades de desarrollo personal y colectivo abre la puerta a un aprendizaje constante, donde los desafíos se convierten en escalones hacia la mejora continua.
El trabajo directivo también exige leer el entorno emocional, adaptarse al ánimo del personal y saber canalizar las tensiones hacia soluciones constructivas. Cuando se aborda un conflicto de manera directa y respetuosa, sin dramatismos, se fortalece la confianza entre las personas, creando un espacio más armonioso y cooperativo. Asimismo, el hecho de reconocer y nombrar las emociones con claridad ayuda a que las conversaciones sean más transparentes y efectivas.
Una dirección escolar sustentada en la inteligencia emocional fomenta un equilibrio entre la lógica y la emoción, favoreciendo decisiones más acertadas y humanas. La constancia en las acciones y la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace generan confianza, lo cual es imprescindible para el fortalecimiento del trabajo colaborativo, la mejora del clima escolar y el logro de un ambiente favorable para que niñas, niños y adolescentes aprendan en condiciones más saludables y motivadoras.
La inteligencia emocional no es un accesorio en la labor de quienes ejercen la función directiva, sino el cimiento que sostiene relaciones laborales más sólidas, climas escolares más positivos y aprendizajes más significativos. Es, en definitiva, el puente entre la dirección y la construcción de comunidades escolares en donde el bienestar y la mejora del clima de aprendizaje son una prioridad.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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En el ejercicio de la función directiva, muchas veces se espera que las y los líderes escolares estén disponibles en todo momento, resuelvan cada situación con prontitud y den ejemplo constante de compromiso. Sin embargo, pocas veces se habla del equilibrio personal que necesitan cultivar para sostenerse en el tiempo y continuar aportando a sus comunidades educativas con entusiasmo y claridad.
Hargreaves y Fink (2006) proponen una visión poderosa: el directivo saludable es aquel que modela, desde su propia conducta, un equilibrio entre el compromiso profesional y el respeto por uno mismo. Esto significa que el bienestar del equipo comienza con el bienestar de quien lo encabeza. Cuando una directora o un director prioriza también su cuidado personal, sus tiempos de descanso, su salud emocional y física, está enviando un mensaje claro y potente: que la labor educativa, aunque importante, no debe implicar el descuido de la propia vida.
Este equilibrio personal no es un asunto individual. Repercute directamente en la forma en que se conduce el trabajo colectivo, en el tono emocional de los espacios escolares y en la manera en que se articulan las relaciones laborales. Un liderazgo sereno, que se respeta a sí mismo, es más empático, más reflexivo y más humano. Esto favorece la construcción de entornos escolares más armónicos, más comprensivos y, por tanto, más propicios para que las niñas, los niños y adolescentes encuentren condiciones verdaderamente favorables para aprender, desarrollarse y florecer.
Quien lidera con equilibrio, lidera con perspectiva. Y quien cuida de sí para cuidar de los demás, no solo se convierte en referente profesional, sino también en inspiración ética y humana para toda la comunidad educativa.
Escuchar no es simplemente permanecer en silencio mientras otra persona habla, ni tampoco se reduce a oír las palabras que se pronuncian. La escucha verdadera se convierte en un proceso complejo que transita por diferentes niveles de atención, comprensión y conexión. En la función directiva, este aspecto se vuelve decisivo, ya que de la capacidad de escuchar depende, en gran medida, la posibilidad de construir relaciones laborales sólidas, ambientes armónicos y un clima escolar que potencie los aprendizajes de niñas, niños y adolescentes. Quien asume la dirección de un centro escolar no solo debe dirigir reuniones, tomar decisiones o resolver conflictos, sino también convertirse en un punto de referencia confiable, en alguien capaz de generar confianza y de hacer sentir a cada persona escuchada y comprendida.
En el ámbito educativo, escuchar implica mucho más que prestar atención a lo que se dice. Un directivo debe aprender a identificar los matices de las palabras, reconocer las emociones que subyacen en los discursos de docentes, estudiantes o familias, e incluso percibir aquello que no se expresa de manera explícita. Esa escucha activa y empática permite entender mejor los problemas, los desafíos y también las aspiraciones de la comunidad escolar. De esta manera, se crean bases para la mejora del trabajo colaborativo, se fortalecen los vínculos laborales y se genera un ambiente propicio para que cada integrante de la escuela se sienta valorado y partícipe de un mismo proyecto.
Un liderazgo que escucha con profundidad es capaz de adelantarse a tensiones, prevenir conflictos y dar respuestas más humanas y cercanas a las necesidades de los demás. Esta actitud de apertura construye puentes entre la dirección y el equipo docente, y también entre la escuela y las familias. La escucha no solo mejora la comunicación, sino que se convierte en una herramienta para fomentar la confianza, el respeto mutuo y la corresponsabilidad en los procesos educativos. Al reconocer lo que los otros sienten y piensan, la figura directiva puede guiar con mayor sensibilidad, favoreciendo la mejora del clima escolar y el fortalecimiento del trabajo directivo.
En este sentido, escuchar se convierte en una forma de acompañar. Cada vez que una directora o director decide detenerse, mirar a los ojos y atender con toda su presencia lo que alguien le comparte, está sembrando confianza y generando condiciones para una escuela más unida. Una escucha auténtica no solo transforma las relaciones laborales, sino que impacta de manera directa en el ambiente de aprendizaje, en la manera en que las y los estudiantes perciben su entorno y en cómo se desarrollan dentro de él. Por ello, la escucha profunda no puede verse como un complemento, sino como un pilar indispensable de la función directiva y del liderazgo transformador.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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En el trabajo directivo dentro de los centros escolares, hay decisiones que se toman desde el escritorio, otras desde la norma, algunas desde la urgencia, pero las más trascendentes son aquellas que se toman desde el vínculo humano. Antonio Bolívar (2006) nos recuerda que cuando una persona que ejerce funciones de liderazgo se toma el tiempo de conocer verdaderamente a su equipo, está sentando las bases para construir algo mucho más profundo que un simple cumplimiento de funciones: está generando confianza, reconocimiento mutuo y una cultura profesional compartida.
Este tipo de liderazgo tiene efectos poderosos en la vida cotidiana escolar. Cuando una directora o un director se acerca, escucha y comprende la historia, el contexto y los anhelos de su equipo, deja de ser solo una figura de autoridad para convertirse en una persona que acompaña, que impulsa y que articula los esfuerzos de todas y todos hacia una meta común. Esta actitud fortalece el trabajo colectivo y permite que las decisiones tengan un rostro, una historia y un sentido compartido.
En consecuencia, el clima escolar se transforma. Aumenta el respeto mutuo, disminuyen los conflictos innecesarios, se genera un ambiente más propicio para el diálogo y la colaboración, y el trabajo diario se llena de sentido. Esta mejora en las relaciones laborales incide directamente en el bienestar de las y los estudiantes, pues aprenden en espacios más armónicos, en donde el ejemplo de quienes lideran también educa.
Conocer a la comunidad escolar no es una pérdida de tiempo: es una inversión en humanidad, en cooperación y en esperanza pedagógica. Quien lidera desde la cercanía no solo mejora los resultados del trabajo, sino que mejora las condiciones para que niñas, niños y adolescentes vivan una experiencia educativa más significativa, más digna y más feliz.
Asumir la dirección de una institución escolar implica aceptar un compromiso de gran trascendencia: se trata de guiar procesos humanos, emocionales, pedagógicos y organizativos que impactan directamente en la vida de niñas, niños y adolescentes. Quien ocupa este rol no solo administra tiempos y recursos, sino que se convierte en referente de confianza, ejemplo de integridad y catalizador de transformaciones que marcan el rumbo de toda la comunidad educativa. Para lograrlo, resulta indispensable desarrollar un conjunto de competencias que permitan fortalecer el trabajo personal, el trabajo en equipo y la construcción de una visión compartida de futuro.
El primer paso comienza en el ámbito personal. Una persona que dirige debe cultivar la conciencia de sí misma, identificando sus fortalezas, debilidades y la manera en que sus acciones repercuten en los demás. Esta autoconciencia ayuda a tomar decisiones más justas, a reconocer errores y aprender de ellos, y a mantener la coherencia entre lo que se piensa y lo que se hace. La inteligencia emocional es otro pilar esencial: manejar las propias emociones y comprender las de los demás permite construir relaciones respetuosas y solidarias, evitando conflictos innecesarios y creando un clima escolar donde prevalece la confianza y la empatía. En este mismo plano, la autenticidad se vuelve fundamental; la dirección debe estar libre de máscaras, actuar con transparencia y con la misma actitud dentro y fuera de la institución. Esto transmite seguridad y genera credibilidad entre docentes, estudiantes y familias.
El coraje y la resiliencia complementan esta dimensión personal. No basta con tener claridad en los valores, también se requiere valentía para expresar lo que es necesario aunque resulte incómodo, así como capacidad para sobreponerse a los retos que constantemente surgen en el entorno educativo. Cada obstáculo es una oportunidad de aprendizaje y cada situación difícil permite mostrar el temple que inspira a la comunidad a seguir adelante.
En el terreno del trabajo con los equipos, las competencias directivas se orientan a favorecer la mejora en el trabajo colaborativo. La comunicación se transforma en el eje que une a todos, no como una transmisión de órdenes, sino como un diálogo que asegura comprensión, claridad y sentido compartido. Una dirección que sabe escuchar, preguntar, dar retroalimentación y simplificar mensajes logra que cada integrante del colectivo escolar entienda el propósito de su labor. El acompañamiento o “coaching” también adquiere relevancia: más que dar instrucciones, se trata de ayudar a que las personas encuentren sus propias respuestas, generen soluciones y crezcan en el proceso.
La delegación responsable fortalece aún más la labor del equipo. Cuando el directivo confía y reparte tareas de acuerdo con las habilidades de cada quien, no solo se aligera su propia carga, sino que se estimula la formación de líderes intermedios dentro de la escuela. Reconocer los logros, incluso los pequeños, es otra práctica que fortalece la cohesión. La gratitud y el reconocimiento sincero transmiten que cada esfuerzo cuenta y que cada persona es parte esencial del proyecto colectivo. Asimismo, la rendición de cuentas no debe entenderse como castigo, sino como una práctica que fomenta la corresponsabilidad y el sentido de pertenencia.
La tercera dimensión de la función directiva está vinculada con la visión de futuro. Una institución educativa necesita un rumbo claro, una proyección compartida que le dé sentido a cada acción cotidiana. En este plano, la capacidad de imaginar escenarios, planear con estrategia y tomar decisiones fundamentadas se vuelve imprescindible. Visualizar hacia dónde se quiere llevar a la escuela, compartir esa visión con todo el equipo y hacerla comprensible para estudiantes y familias constituye la base para que todos remen en la misma dirección. Liderar el cambio es también una competencia vital: no se trata de imponer transformaciones, sino de convertirlas en aventuras compartidas que entusiasmen, involucren y motiven a la comunidad.
La reflexión estratégica y la capacidad de tomar decisiones en contextos de incertidumbre son parte de este horizonte. Muchas veces la dirección escolar enfrenta dilemas con información parcial, por lo que debe aprender a decidir con prudencia, evaluar riesgos y sostener sus elecciones con coherencia. Finalmente, la construcción de una cultura institucional sólida y compartida es el resultado de todas estas competencias. Una cultura escolar inclusiva, respetuosa y comprometida con la diversidad de ideas y personas se convierte en el verdadero cimiento del trabajo directivo.
Todas estas competencias fortalecen el clima escolar y, en consecuencia, impactan de manera directa en la vida académica y personal de estudiantes y docentes. Una dirección que se autoconoce, que fomenta el trabajo en equipo, que proyecta un horizonte común y que promueve la resiliencia, logra una comunidad educativa cohesionada, capaz de enfrentar los retos con serenidad y creatividad. Este ambiente favorece el aprendizaje, estimula la motivación y contribuye a que las niñas, niños y adolescentes encuentren en la escuela un lugar seguro y estimulante para desarrollarse.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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En los espacios escolares, y especialmente en el ejercicio de la función directiva, se tiende a ver el error como una amenaza a la autoridad o al desempeño profesional. Sin embargo, desde una mirada más humana y pedagógica, el error puede ser resignificado como una oportunidad de aprendizaje profundo. Elliott (1990) nos invita a comprender que cuando se asume con conciencia y se acompaña desde la reflexión, el error se convierte en semilla de sabiduría pedagógica. Esta idea, aunque sencilla en apariencia, encierra una gran profundidad transformadora para quienes lideran instituciones educativas.
Aceptar el error como parte del proceso formativo requiere valentía, apertura y una disposición genuina al diálogo. Para quienes ejercen la dirección escolar, este enfoque representa una oportunidad para construir una cultura en la que el aprendizaje se nutra también de las experiencias difíciles, en donde el fallo no sea motivo de castigo o vergüenza, sino de análisis y construcción colectiva de nuevas rutas. Esta mirada promueve relaciones laborales más honestas, empáticas y horizontales, que favorecen la confianza mutua y la corresponsabilidad.
Al abrir espacios para reflexionar sobre los errores, se fortalece el trabajo directivo, se dignifica la labor docente, se genera un clima escolar más comprensivo y, en consecuencia, se mejora el entorno para el aprendizaje de las niñas, niños y adolescentes. Las escuelas se convierten en lugares donde se aprende no solo a tener éxito, sino también a levantarse con sabiduría cuando algo no sale bien. Y esto, sin duda, deja una huella mucho más duradera y formativa en toda la comunidad educativa.
Liderar desde esta perspectiva implica formar equipos que aprendan juntos, que se acompañen y que reconozcan en el error una oportunidad para crecer. Solo así será posible construir escuelas más humanas, reflexivas y comprometidas con una educación transformadora.
La construcción de una cultura sólida en los centros escolares es uno de los pilares más importantes del fortalecimiento del trabajo directivo. No se trata únicamente de lo que se dice, sino de lo que se hace día a día, de las decisiones que se toman frente a los problemas y de la forma en que se orienta al colectivo docente hacia un propósito compartido. La cultura escolar, entendida como la suma de valores, actitudes y prácticas que conviven en un plantel, refleja el verdadero liderazgo de quien asume la dirección. En este sentido, la figura directiva no solo establece lineamientos, sino que moldea ambientes que impactan directamente en la manera en que las niñas, niños y adolescentes aprenden y se desarrollan.
Una dirección que tolera comportamientos negativos, que ignora conflictos o que minimiza la importancia del cuidado emocional y el equilibrio entre vida personal y laboral, termina debilitando al equipo de trabajo y generando fracturas en el clima escolar. En cambio, cuando se actúa con convicción, cuando se cuida la coherencia entre los valores proclamados y las acciones realizadas, se logra inspirar confianza, compromiso y sentido de pertenencia. Este tipo de conducción fomenta que los docentes, el personal de apoyo y las familias se sientan parte de un proyecto común donde la mejora del clima de aprendizaje es el objetivo central.
Quienes ejercen la función directiva deben reconocer que no son los recursos materiales ni los discursos los que construyen entornos positivos, sino la forma en que se escucha, se integra y se valora a todas las personas de la comunidad escolar. Escuchar a quien menos habla puede revelar aportaciones significativas; dar voz a la diversidad de perspectivas enriquece el trabajo colaborativo; y promover un ambiente psicológico seguro es tan fundamental como cuidar la infraestructura del plantel. La cultura de la escuela se vuelve más sólida cuando las reglas son claras y aplicables para todos, sin privilegios ni excepciones, lo cual refuerza la confianza en el liderazgo directivo.
Al final, el fortalecimiento de la cultura escolar es una tarea de cada día, donde las acciones pequeñas tienen tanto peso como las grandes decisiones. Quienes asumen el reto de la dirección escolar deben comprender que esta labor tiene un impacto directo en la mejora del trabajo colaborativo, en la construcción de mejores relaciones laborales y en la creación de ambientes favorables para el aprendizaje. Una cultura escolar sólida no se improvisa, se construye desde la convicción, la coherencia y la visión de mejora continua.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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En el corazón de toda comunidad escolar se encuentra la figura directiva, no solo como orientadora de procesos escolares, sino como una guía ética y normativa. En palabras de Dussel (2006), el director escolar debe convertirse en un referente que no solo conozca y aplique las normas, sino que también eduque en el marco de una legalidad con sentido democrático. Esta perspectiva trasciende la mera aplicación de reglas y se instala en una práctica que busca formar ciudadanos conscientes, respetuosos y participativos.
Quienes ejercen la función directiva tienen la responsabilidad de construir un entorno en el que la convivencia escolar se base en el respeto a los derechos, la equidad en el trato y la inclusión de todas las voces. Esto requiere que la autoridad no se ejerza desde la imposición, sino desde la ejemplaridad, el diálogo, la argumentación y la construcción compartida de normas de convivencia que sean comprendidas y apropiadas por toda la comunidad.
Esta visión fortalece no solo la figura del directivo, sino también los lazos de confianza con el colectivo docente, el alumnado y las familias. Un directivo que actúa desde principios democráticos impulsa una cultura escolar donde la participación es posible, donde se resuelven conflictos de manera constructiva, y donde la legalidad deja de ser un discurso externo para convertirse en una vivencia cotidiana. Esto incide directamente en el bienestar emocional del personal, en la mejora del clima escolar, en la cohesión del trabajo en equipo y, sobre todo, en el ambiente de respeto y apertura para que niñas, niños y adolescentes puedan desarrollarse con libertad y seguridad.
Educar en la legalidad democrática no es únicamente un acto jurídico, es un compromiso profundo con una escuela que forma personas íntegras, con pensamiento crítico y sentido ético. Por ello, es fundamental seguir construyendo espacios en los que el liderazgo directivo sea también sinónimo de justicia, integridad y pedagogía ciudadana.
En el ejercicio de la función directiva dentro de los centros escolares, la atención no solo es un recurso personal, sino también un motor que impulsa la construcción de un ambiente favorable para el aprendizaje y la convivencia. Cuando una directora o un director logra enfocar su energía en lo verdaderamente relevante, se fortalece la organización del trabajo colectivo, se clarifican las prioridades y se generan mejores condiciones para que docentes, estudiantes y familias avancen de manera armónica hacia propósitos comunes.
En este sentido, aprender a diferenciar lo urgente de lo verdaderamente importante se convierte en un acto esencial. Una dirección que establece límites claros sobre lo que merece su concentración, evita dispersarse en actividades secundarias y se orienta a lo que incide directamente en la mejora del clima escolar, la colaboración docente y el bienestar de los estudiantes. Esto implica reconocer que no todo puede ser atendido de manera inmediata y que la serenidad, junto con la claridad de rumbo, permite tomar decisiones más acertadas y sostenibles.
El cuidado del tiempo y de la energía personal es otro de los factores determinantes. Cuando las y los directivos se permiten espacios de recuperación, reflexionan sobre lo alcanzado y ordenan sus prioridades de manera consciente, no solo incrementan su capacidad de respuesta, sino que también transmiten al equipo una visión de equilibrio y responsabilidad compartida. Así, el ejemplo se convierte en guía, mostrando a docentes y estudiantes la importancia de organizarse, establecer metas alcanzables y revisar continuamente los avances para mantener el rumbo.
Proteger la atención también significa fomentar un entorno de colaboración donde las tareas se distribuyan de manera justa, evitando sobrecargas innecesarias y reconociendo que cada integrante del equipo puede aportar a la mejora del trabajo escolar. Al confiar en otros, se fortalece el sentido de comunidad y se impulsa un liderazgo compartido que enriquece las relaciones laborales y eleva la motivación colectiva.
De esta manera, cuando una dirección logra resguardar su atención y orientarla hacia lo que transforma el entorno, se producen cambios visibles en la convivencia diaria: mayor armonía, reducción de tensiones, mejor comunicación y un ambiente en el que las niñas, niños y adolescentes encuentran un espacio propicio para aprender, crecer y desarrollarse plenamente.
El ejercicio de dirigir una escuela requiere, más que nunca, comprender que la atención es un recurso valioso que debe protegerse con disciplina y compromiso, pues de ello depende no solo la organización del trabajo, sino también el bienestar emocional y académico de toda la comunidad educativa.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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