Entre la obligación y la vulnerabilidad del magisterio

“Criminalizar al docente es el camino más corto para destruir la confianza en el sistema educativo” (Gairín, 2015).

En el estado de Nuevo León, el Congreso local aprobó recientemente una reforma a la Ley para Prevenir, Atender y Erradicar el Acoso y la Violencia Escolar que obliga a los docentes a denunciar ante el Ministerio Público cualquier situación de acoso o violencia que pudiera constituir un delito, so pena de ser acusados de encubrimiento si omiten hacerlo.

La propuesta fue impulsada con el argumento de que el magisterio es la primera autoridad en el aula y, por tanto, tiene la responsabilidad de salvaguardar la integridad y el bienestar de los estudiantes. Sin embargo, la medida ha despertado una profunda inquietud entre el personal educativo, que la percibe más como una criminalización de su función que como un apoyo real a la prevención de la violencia escolar.

El malestar generalizado entre maestras y maestros no se origina en la falta de compromiso con la protección de los alumnos, sino en la sensación de que se les ha cargado una nueva responsabilidad sin ofrecerles los medios, el acompañamiento o la seguridad necesarios para ejercerla. En un contexto en el que los docentes ya enfrentan precariedad laboral, falta de reconocimiento social y condiciones adversas dentro de las escuelas, la amenaza de ser acusados de encubrimiento añade un elemento de vulnerabilidad jurídica y emocional. La preocupación no solo es por las posibles sanciones, sino por el riesgo real de represalias de parte de agresores o familiares al momento de denunciar, sin que existan mecanismos claros de protección.

A nivel federal, la legislación mexicana ya contempla la obligación de actuar ante casos de acoso escolar. Los protocolos de la Secretaría de Educación Pública y la Ley General de los Derechos de Niñas, Niños y Adolescentes establecen que, cuando un hecho pueda constituir delito, debe darse vista al Ministerio Público. Sin embargo, la diferencia en Nuevo León es que esta omisión podría derivar en responsabilidad penal, marcando un precedente inédito en el país. En otras entidades como la Ciudad de México o el Estado de México, la omisión puede acarrear sanciones administrativas, pero no se tipifica como encubrimiento. Por ello, lo ocurrido en Nuevo León abre un debate nacional sobre los límites de la función docente y las garantías que el Estado debe ofrecer antes de exigir responsabilidades de índole penal.

Este tipo de medidas pone en evidencia un riesgo creciente en la interacción docente con niñas, niños y adolescentes. La falta de claridad en los protocolos, la presión social y el miedo a ser malinterpretados o denunciados injustamente generan un clima de incertidumbre que erosiona la confianza entre docentes, estudiantes y familias. Resulta indispensable recordar que la formación y protección de los estudiantes es una tarea compartida entre escuela, familia y autoridades. No puede exigirse al profesorado una función de investigador o fiscal sin dotarle de las herramientas profesionales, la protección institucional y la capacitación integral que ello requiere.

De ahí la necesidad de documentarse, conocer las rutas de actuación y mantener registro de cada paso que se realice en situaciones de acoso escolar. El docente no necesita ser abogado, pero sí debe saber qué hacer, cómo hacerlo y ante quién. Registrar incidentes, informar por escrito a la dirección escolar y notificar a las autoridades competentes son medidas básicas que pueden marcar la diferencia entre una intervención adecuada y un conflicto legal injusto. A su vez, es vital que los equipos directivos asuman su papel de respaldo institucional, protejan al personal y activen los protocolos con seriedad, evitando delegar toda la carga de acción al profesorado.

El Estado y las autoridades educativas deben garantizar la presencia de profesionales especializados —psicólogos, trabajadores sociales, orientadores— capaces de detectar y atender oportunamente los casos de acoso, complementando la labor docente. No se puede seguir improvisando capacitaciones superficiales de unas cuantas horas cuando se trata de un fenómeno tan complejo y sensible.Combatir el acoso escolar es una meta impostergable, pero no puede lograrse criminalizando al magisterio. Es necesario construir un enfoque de corresponsabilidad donde familia, escuela y Estado compartan el deber de prevenir y atender la violencia escolar. Los docentes deben ser aliados, no sospechosos. La protección de la infancia no puede implicar la desprotección de quienes dedican su vida a educarla. Por ello, urge un compromiso integral: leyes justas, capacitación seria, estructuras de apoyo profesional y un auténtico respaldo institucional que dignifique la tarea docente y garantice la seguridad de todos los actores del proceso educativo. Porque la educación, es el futuro…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann

Docente y Abogado. Doctor en Gerencia Pública y Política Social

https://manuelnavarrow.com

manuelnavarrow@gmail.com

El bullying en los centros escolares

«La violencia escolar no es solo un problema de los estudiantes. Es una falla de toda la comunidad educativa para construir relaciones basadas en el respeto y la dignidad.»— Catherine Blaya

Las escuelas, esos espacios que nos evocan aprendizaje, alegría, amistades y desarrollo, también son escenarios complejos donde la convivencia entre niñas, niños y adolescentes se convierte en un reto cotidiano. Más allá de los libros de texto, de los exámenes y de los patios llenos de risas, se libra otra batalla silenciosa: la de proteger la dignidad, la integridad y el bienestar emocional de cada estudiante. Una batalla que muchas veces pasa desapercibida, pero que consume energías, decisiones y compromisos por parte de quienes forman parte de la comunidad educativa.

Hablar del acoso entre estudiantes es tocar una fibra sensible del entramado social. No se trata de un conflicto simple entre menores ni de una serie de “bromas pesadas” que se deben dejar pasar. Se trata de una dinámica violenta que se expresa de muchas formas: con golpes o empujones reiterados, con burlas constantes, con la exclusión deliberada de un grupo, con amenazas, chantajes emocionales o incluso con la difusión de imágenes humillantes a través de redes sociales. Cada forma tiene rostro y consecuencias; cada acto puede dejar una huella indeleble en la historia personal de quienes lo sufren.

Un hecho aislado puede ser parte de una diferencia natural entre niñas, niños o adolescentes. Pero cuando una conducta es intencional, repetitiva y se da en un contexto de desigualdad de poder, estamos ante un patrón de acoso que avanza hacia el ámbito legal y que no se puede ignorar. En estos casos, se activa un proceso de atención que involucra la documentación cuidadosa de los hechos, la escucha a las partes involucradas, la aplicación de medidas de protección y la búsqueda de soluciones restaurativas que permitan reparar el daño y reconstruir vínculos sociales. Documentar no es solo un trámite: es una necesidad, es un acto de justicia, una forma de proteger a la víctima, al personal de la institución y de garantizar la transparencia del proceso.

Sin embargo, este esfuerzo desde el interior de la escuela no puede prosperar si no hay un respaldo sólido desde el entorno familiar. El papel de madres, padres o tutores es crucial. Su involucramiento no solo aporta información valiosa sobre lo que ocurre fuera del aula, sino que refuerza en sus hijas e hijos la importancia de expresarse, de pedir ayuda y de no quedarse callados. Pero también implica asumir responsabilidades cuando su hijo o hija ha ejercido violencia: escuchar, reconocer y colaborar en el proceso de restauración y aprendizaje.

Las escuelas están obligadas legal y éticamente a actuar. Es fundamental entender que lo que ocurre entre niños y adolescentes en las escuelas no es un mundo aparte. Es el reflejo de lo que como sociedad permitimos, alimentamos o corregimos. Cada omisión adulta, cada mirada que se aparta, cada silencio que evita incomodidades, puede reforzar una situación de acoso que deja marcas profundas. Pero también, cada acción informada, cada gesto de cuidado, cada palabra justa y cada intervención oportuna, puede marcar la diferencia y cambiar una historia.

Por eso, cuando se habla de bullying o acoso, no se trata solo de estadísticas o de noticias alarmantes. Se trata de niñas, niños y adolescentes que viven, aprenden y se forman todos los días en nuestras escuelas. Se trata de honrar su derecho a crecer sin miedo, a ser respetados por quienes son, y a saber que hay adultos que sí los ven, sí los escuchan y sí los protegen. Porque la educación es el camino…

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann.

Doctor en Gerencia Pública y Política Social

https://manuelnavarrow.com

manuelnavarrow@gmail.com