Una de las ideas más poderosas, pero a la vez menos comprendidas fuera del ámbito educativo, es que el liderazgo en una escuela no descansa en una sola persona, sino que se multiplica en la medida en que cada integrante del equipo se compromete, piensa, actúa y se reconoce parte de un propósito común. Muy a menudo, desde la mirada externa, se tiende a identificar al director o directora como la figura única que toma decisiones, resuelve conflictos, diseña estrategias y sostiene los logros escolares. Si bien su papel es fundamental, el verdadero motor del cambio y la mejora educativa es el trabajo conjunto, la suma de inteligencias, experiencias, saberes y sensibilidades que conviven en la escuela.
En el día a día de las instituciones educativas, la labor de enseñar, acompañar, cuidar y orientar a niñas, niños y adolescentes se sostiene gracias a un esfuerzo colectivo. Las decisiones pedagógicas más efectivas no nacen de un escritorio aislado, sino del diálogo profesional, del análisis compartido, de la reflexión continua entre docentes, personal de apoyo, especialistas, familias y dirección. Cada quien, desde su función, aporta elementos esenciales que permiten que el aprendizaje tenga sentido, que los procesos formativos sean pertinentes y que la escuela se convierta en un espacio de crecimiento humano.
El liderazgo distribuido no es simplemente delegar tareas. Es una forma de entender la escuela como un proyecto común, donde todas las voces tienen valor y donde se construye comunidad desde la corresponsabilidad. Implica reconocer que el conocimiento se genera también desde la práctica cotidiana, desde la observación aguda, desde el vínculo cercano con las y los estudiantes, y que nadie tiene el monopolio de las buenas ideas. Las mejores decisiones se toman cuando se escucha, cuando se comparte y cuando se valora la diversidad de perspectivas.
Esta visión del liderazgo, que se fortalece en la colaboración, requiere de profesionales bien formados, comprometidos y con una profunda conciencia ética. No se trata solo de repartir funciones, sino de construir una cultura institucional donde el equipo piense y actúe con claridad, con intención y con compromiso pedagógico. Para ello, es indispensable reconocer la importancia de la preparación continua, la experiencia acumulada, el acompañamiento entre pares y la creación de espacios para el aprendizaje entre adultos.
La sociedad debe saber que detrás de cada logro escolar, de cada avance en los aprendizajes, de cada estudiante que encuentra su camino, hay un entramado de esfuerzos compartidos. Valorar el trabajo en equipo dentro de las escuelas no solo es un acto de justicia, sino una forma de comprender que el bienestar y la formación de nuestras infancias y juventudes depende, en gran medida, de cómo aprendemos a construir juntos desde nuestras diferencias.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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