La función directiva en un centro escolar no solo implica coordinar procesos o encabezar proyectos, también demanda un profundo conocimiento de las emociones propias y de quienes integran la comunidad educativa. La inteligencia emocional se convierte en un pilar indispensable para sostener un ambiente armónico y colaborativo, en el que el trabajo del personal docente y el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes puedan desarrollarse en condiciones favorables.
Uno de los aspectos más valiosos de esta capacidad es mantener la calma incluso en momentos de tensión. Cuando surgen conflictos o situaciones inesperadas, la serenidad de quien dirige transmite seguridad y confianza al resto del equipo, evitando que el desorden emocional se propague. De igual manera, reconocer los errores propios y actuar con prontitud para corregirlos muestra humildad y congruencia, cualidades que refuerzan la credibilidad y fortalecen el liderazgo educativo.
Otro elemento clave es la capacidad de decir “no” cuando es necesario. La dirección que busca agradar a todos corriendo el riesgo de sobrecargarse pierde rumbo y respeto; en cambio, establecer límites claros permite priorizar lo realmente importante y cuidar el bienestar de la comunidad escolar. Unido a esto, aceptar retroalimentación sin tomarla como un ataque personal refleja madurez y disposición al aprendizaje constante, lo cual enriquece tanto al directivo como al equipo.
Quien asume la dirección no requiere imponer su voz para tener presencia. Guiar sin necesidad de dominar abre espacios para que otras personas también participen y brillen, generando un ambiente donde las ideas fluyen y la creatividad se multiplica. Esa misma sensibilidad se refleja en la lectura del ambiente escolar: percibir lo que no se dice, interpretar el lenguaje no verbal y atender las necesidades emocionales fortalece las relaciones laborales y mejora el clima escolar.
La escucha activa es otro componente esencial. No basta con oír palabras; se trata de prestar atención genuina a las inquietudes y propuestas del equipo, para que cada miembro se sienta valorado. En ocasiones, el silencio oportuno comunica más que un largo discurso, pues da espacio a la reflexión y demuestra respeto hacia la voz del otro.
Dirigir un centro escolar también implica trabajar con personalidades diversas. No se trata de cambiar a las personas, sino de reconocer sus cualidades y aprovechar sus talentos en beneficio del colectivo. Al aceptar las diferencias, se fomenta un sentido de pertenencia que potencia la mejora del trabajo colaborativo.
Quien ocupa una dirección debe ser consciente de que el estado de ánimo influye en las decisiones. Evitar que una emoción negativa arruine oportunidades o conversaciones es una muestra de equilibrio personal y profesional. Asimismo, no se trata de buscar reconocimiento constante, sino de enfocarse en los resultados que fortalecen a la comunidad. La estabilidad emocional y la coherencia en el actuar, tanto en momentos de triunfo como en los de dificultad, son la base de una autoridad respetada y apreciada.
Todo lo anterior refleja cómo la inteligencia emocional no es un añadido, sino una herramienta fundamental para quienes conducen una institución educativa. Su desarrollo contribuye a la mejora continua de las relaciones humanas, impulsa la confianza entre los equipos de trabajo, fortalece el clima escolar y, en consecuencia, genera un espacio más propicio para el aprendizaje.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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