El ejercicio de la función directiva en una institución educativa requiere mucho más que conocimientos técnicos o experiencia administrativa. Implica desarrollar y poner en práctica un conjunto de capacidades humanas que permiten orientar con claridad, mantener la calma en situaciones adversas y favorecer un ambiente armónico que facilite la mejora del trabajo colaborativo y, con ello, el bienestar de quienes integran la comunidad escolar.
Una de estas capacidades consiste en observar con amplitud las situaciones, es decir, tener la mirada en el panorama general sin perder de vista los aspectos pequeños que marcan la diferencia. Quien dirige un centro educativo necesita equilibrar la visión a largo plazo con la atención a los detalles que hacen que las acciones cotidianas tengan un impacto real. Esto otorga seguridad a la comunidad, pues da certeza de que se está avanzando en un rumbo claro.
Otra cualidad fundamental se relaciona con la serenidad emocional. En medio de presiones, dificultades y tensiones que suelen surgir en la vida escolar, es indispensable que la persona al frente conserve la calma y pueda actuar con claridad, transmitiendo confianza al equipo docente, a las familias y al alumnado. Esa estabilidad se refleja en el clima escolar y permite que los conflictos no escalen, generando un entorno de respeto y confianza.
El papel de quien dirige también exige saber confiar y delegar. No todo lo puede ni debe resolver en solitario; reconocer las fortalezas del equipo y asignar responsabilidades fomenta la corresponsabilidad y fortalece los lazos de colaboración. Al hacerlo, la persona en la dirección concentra su esfuerzo en lo que resulta prioritario, mientras que el personal docente se siente valorado, parte activa de las decisiones y con un espacio para el desarrollo de sus talentos.
La escucha activa es otra pieza clave. No se trata solo de oír, sino de atender con apertura y respeto lo que maestras, maestros, estudiantes y familias expresan. Este tipo de escucha construye confianza, genera aprendizajes mutuos y fortalece la idea de que todas las voces son importantes dentro de la escuela. Con ello, se tejen mejores relaciones laborales y comunitarias que repercuten en un clima escolar positivo.
Saber poner límites es igualmente vital. La persona en la función directiva debe reconocer qué temas requieren su atención directa y cuáles no, cuidando así su tiempo y energía para atender lo que realmente mueve hacia adelante a la institución. Esto ayuda a prevenir la sobrecarga y a mantener un equilibrio entre lo personal y lo profesional.
Otro aspecto trascendente es la capacidad de brindar retroalimentación clara y constructiva. Cuando se ofrece con honestidad y respeto, no solo impulsa el desarrollo de las y los docentes, sino que también refuerza la cohesión del equipo. La retroalimentación entendida como oportunidad de aprendizaje fortalece la confianza y motiva a superarse sin temor a ser descalificados.
Finalmente, es imprescindible mantener apertura ante el cambio. La vida escolar es dinámica, se enfrenta a nuevas exigencias sociales, normativas y culturales, y esto obliga a adaptarse con flexibilidad. Quien asume la dirección debe mirar estos retos como oportunidades para crecer, mejorar en el trabajo colaborativo y enriquecer el clima de aprendizaje. Abrazar la incertidumbre y convertirla en un espacio de crecimiento personal y colectivo es un signo de madurez y de compromiso con la misión educativa.
Todas estas capacidades se entrelazan con la tarea de quienes conducen una escuela. No son atributos secundarios, sino herramientas esenciales para propiciar la mejora del clima escolar, fortalecer el trabajo directivo y favorecer un ambiente de aprendizaje más humano y significativo para niñas, niños y adolescentes. De su desarrollo depende, en gran medida, que los centros escolares se conviertan en espacios donde cada integrante pueda crecer y aportar lo mejor de sí mismo.
Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann
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