Uno de los mayores desafíos que enfrenta quien dirige una escuela es el manejo del tiempo. Las múltiples demandas, los imprevistos cotidianos y la presión constante pueden empujar fácilmente al directivo a vivir en un estado de urgencia permanente. Cuando eso ocurre, se corre el riesgo de perder de vista el horizonte que alguna vez motivó su labor: construir una comunidad de aprendizaje, acompañar a su equipo, impulsar transformaciones reales y cuidar a quienes habitan el espacio escolar.
Quien no toma el control de su agenda, termina absorbido por lo inmediato, desconectado de la reflexión, aislado de las decisiones estratégicas y alejado de las personas. El tiempo deja entonces de ser un recurso para el desarrollo profesional y se convierte en un obstáculo que mina la calidad del liderazgo. Por eso, es fundamental aprender a priorizar, a decir que no cuando es necesario, y a reservar momentos para pensar, escuchar y acompañar.
Viviane Robinson (2011) lo expresa con claridad: el directivo que no gestiona su agenda se vuelve prisionero de las urgencias, y con ello, se distancia de la visión educativa que le dio sentido a su vocación. Recuperar el control del tiempo no es un acto de organización técnica, es un acto de responsabilidad pedagógica y de cuidado colectivo.
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