Transformar una escuela no es una tarea técnica, es un proceso profundamente humano. Cada cambio que se propone, por mínimo que parezca, toca emociones, cuestiona rutinas, desafía certezas y convoca a mirar lo que hacemos desde otro lugar. Es por eso que liderar una escuela en momentos de cambio implica mucho más que tomar decisiones o dar instrucciones: exige sensibilidad, escucha, respeto y una gran capacidad para construir confianza en medio de la incertidumbre.
Las y los directivos tienen un papel fundamental como generadores de esperanza. Son quienes pueden abrir espacios para que el equipo se exprese, quienes legitiman las emociones que surgen frente a los retos, quienes dan sentido a lo que se transforma y, sobre todo, quienes sostienen la convicción de que el cambio es posible cuando se hace con otros. Desde esta visión, transformar una escuela no es imponer, sino acompañar; no es exigir, sino inspirar.
Como señalan Hargreaves y Fink (2006), el cambio auténtico en una escuela es complejo porque afecta a las personas, y por ello requiere líderes capaces de construir confianza y esperanza. Esa es una de las tareas más delicadas y valiosas de la función directiva: cuidar a quienes caminan junto a nosotros en el día a día escolar.
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