En el corazón de cada escuela vive una comunidad diversa, compuesta por estudiantes, docentes, familias y personal con trayectorias, identidades y realidades distintas. Reconocer esta diversidad no es solo una tarea normativa o administrativa, sino una decisión ética y pedagógica que compromete profundamente a quienes ejercen la función directiva. No basta con tener reglas claras o marcos normativos: se requiere construir una cultura escolar que abrace las diferencias y promueva activamente la inclusión.
Las directoras y los directores que lideran desde esta mirada son quienes logran conformar comunidades vivas, respetuosas, capaces de convivir desde la empatía y de aprender en colectivo. La verdadera inclusión se teje con acciones cotidianas, con decisiones que escuchan, con espacios que acogen y con relaciones que valoran la dignidad de cada persona. En estos entornos, el aprendizaje florece y se convierte en experiencia transformadora para todas y todos.
T. M. Skrtic (1991) lo afirma con claridad: cuidar la diversidad requiere tanto estructuras claras como liderazgos humanos, sensibles, comprometidos con la construcción de espacios donde la diferencia no sea motivo de exclusión, sino una fuente de riqueza para la vida escolar.
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