Ejercer la función directiva en una escuela no puede reducirse a tomar decisiones aisladas o centrarse únicamente en lo administrativo. Como bien señala Pozner (2019), dirigir implica mirar la escuela como una totalidad viva, en constante movimiento, donde cada acción repercute en el equilibrio general, y donde cada decisión que se toma debe partir de la reflexión compartida, en diálogo con otros y pensando en el bien común.
Esta mirada exige salir de la lógica del control y entrar en una lógica del cuidado, de la escucha, del encuentro. Significa comprender que cada integrante de la comunidad escolar —docentes, personal de apoyo, estudiantes y familias— es parte de una red interdependiente que necesita condiciones para trabajar con sentido, sentirse valorada y construir un proyecto educativo común.
Cuando la dirección se asume desde este enfoque, se fortalece el trabajo directivo, se crean ambientes donde florece el trabajo colaborativo y se promueve una cultura institucional basada en la corresponsabilidad. Esto mejora el clima escolar y, en consecuencia, crea un entorno emocionalmente estable y cognitivamente estimulante para niñas, niños y adolescentes.
Además, esta manera de concebir la dirección favorece mejores relaciones laborales, más horizontales, más humanas, donde se reconoce que nadie educa solo, y que las decisiones importantes deben surgir del diálogo, del análisis conjunto, y del compromiso mutuo por construir un espacio escolar más justo, más inclusivo y más consciente.
Mirar la escuela como totalidad viva implica reconocerla como una comunidad que siente, piensa, aprende y transforma. Y quien dirige desde ahí, no impone, sino acompaña. No resuelve todo, pero provoca lo mejor en los demás.
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