En los espacios escolares, aún se valora con frecuencia al directivo que “hace todo”, que está en todas partes, que resuelve cada problema antes de que otros lo noten. Pero esta imagen, aunque parezca admirada, puede convertirse en una trampa silenciosa que impide la construcción de comunidad. Como bien afirma Antúnez (1999), dirigir bien no es hacerlo todo, sino crear las condiciones para que otros puedan hacerlo junto con nosotros, desde el sentido, la reflexión y la comunidad.
Un liderazgo centrado en el acompañamiento, en la distribución de responsabilidades y en la construcción colectiva, fortalece de forma clara el trabajo directivo. Cuando se generan espacios donde cada integrante del equipo docente y del personal escolar se siente con la confianza de participar, proponer y actuar, se potencia el trabajo colaborativo y se activa una dinámica institucional que no depende de una sola persona, sino del compromiso mutuo.
Esto, sin duda, repercute de manera directa en la mejora del clima escolar. Las relaciones se vuelven más horizontales, el diálogo fluye con mayor naturalidad y el ambiente de trabajo deja de estar centrado en la urgencia y se transforma en un espacio de cuidado mutuo. En ese contexto, las niñas, niños y adolescentes también perciben el cambio: el ambiente se vuelve más armónico, más predecible, más propicio para aprender.
Dirigir bien implica confiar en los demás, generar oportunidades de crecimiento, delegar con sentido y acompañar con cercanía. No es cargar con todo, sino construir una comunidad que avanza unida, que reflexiona junta y que pone en el centro el bienestar colectivo. Esta forma de liderazgo no solo aligera el peso de quien dirige, sino que multiplica las posibilidades de transformación profunda en las escuelas.
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