En los espacios educativos, el error ha sido tradicionalmente visto como un signo de debilidad o una falla que debe evitarse. Sin embargo, Paulo Freire (1970) nos invita a resignificarlo profundamente: equivocarse no es caer, es comenzar a comprender con más hondura. En el caso de quienes ejercen la función directiva, esta postura no solo resulta liberadora, sino profundamente transformadora para toda la comunidad escolar.
Cuando el directivo reconoce el error como parte natural del proceso de aprendizaje, envía un poderoso mensaje a su equipo y a las y los estudiantes: no se espera perfección, sino autenticidad, reflexión y compromiso con el crecimiento colectivo. Esta actitud genera condiciones para fortalecer el trabajo colaborativo, pues las personas se sienten más seguras de aportar ideas, asumir riesgos y construir aprendizajes desde la experiencia compartida, incluso cuando esta viene acompañada de tropiezos.
Un liderazgo que se atreve a reconocer sus errores no pierde autoridad; gana humanidad. Mejora el clima escolar porque promueve la apertura y el diálogo. Favorece mejores relaciones laborales porque crea un ambiente donde se valora la honestidad y la posibilidad de rectificar. Y, en consecuencia, mejora el ambiente de aprendizaje para las niñas, niños y adolescentes, quienes perciben que el error no es una amenaza, sino un peldaño hacia una comprensión más significativa.
Este enfoque permite consolidar una cultura escolar en la que se aprende con otros, desde la humildad, la escucha y el deseo profundo de mejorar. La mejora continua no comienza en los manuales, sino en la capacidad del directivo de enseñar con su ejemplo que crecer también es equivocarse.
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