En el ejercicio de la función directiva dentro de los centros escolares, muchas veces se espera que quienes asumen este rol tengan todas las respuestas, sean líderes incuestionables, modelos de conocimiento absoluto y ejemplo de seguridad profesional. Sin embargo, detrás de esa exigencia, se esconde una realidad emocional y psicológica poco visibilizada: la vivencia del síndrome del impostor. Comprender este fenómeno resulta fundamental para quienes están al frente de las comunidades educativas, ya que su desconocimiento puede convertirse en un obstáculo silencioso que deteriora el clima escolar, limita el trabajo colaborativo, genera tensiones innecesarias y afecta la mejora del ambiente de aprendizaje de niñas, niños y adolescentes.
Esta vivencia emocional se manifiesta de diversas formas. En algunas personas, aparece como la creencia de que deberían saber absolutamente todo sobre su ámbito profesional, y cuando encuentran nuevas áreas de aprendizaje, en lugar de emocionarse, sienten que están “fingiendo” ser competentes. En otras, pedir ayuda representa una amenaza a su autenticidad, como si la colaboración de otros restara valor a sus logros, debilitando así su capacidad para construir equipos sólidos y vínculos laborales saludables.
También están quienes se sienten en la constante obligación de sobresalir, de destacar en todo lo que hacen, como si su valor personal dependiera exclusivamente de sus logros. Esta necesidad de validación externa muchas veces los lleva al agotamiento, afectando la forma en que se relacionan con su comunidad educativa y dificultando la construcción de un entorno armónico y empático. Por otra parte, están quienes se exigen resultados perfectos todo el tiempo. Ante el más mínimo error, surge una crítica interna feroz que no solo mina su autoestima, sino que los vuelve temerosos de innovar, de delegar, de confiar. Y también se encuentran aquellos que creen que sus capacidades deben ser innatas; si no pueden dominar una habilidad de inmediato, sienten que son un fraude. Esta percepción puede llevar a postergar decisiones, a no buscar capacitación o acompañamiento, lo cual va en detrimento del fortalecimiento del trabajo directivo.
Cuando las personas directivas enfrentan estas emociones sin comprender su origen ni saber que forman parte de un patrón reconocido, es común que se aíslen, que duden de sí mismas, que eviten el acompañamiento, y que esto se proyecte en una dirección más rígida, menos empática y centrada en el control. El resultado es un debilitamiento de las relaciones laborales, una afectación en la comunicación con docentes, estudiantes y familias, y un distanciamiento de la mejora del clima escolar y del ambiente favorable para el aprendizaje.
Reconocer estas experiencias no es una muestra de debilidad, sino de humanidad. Integrarlas a los procesos formativos, conversarlas en los espacios de desarrollo profesional, y construir redes de apoyo entre directores y directoras, puede abrir la puerta a una mejora del trabajo colaborativo, al fortalecimiento emocional de los liderazgos y a la construcción de escuelas más sanas, seguras y empáticas.
Asumir la dirección escolar no significa tener todas las respuestas, sino estar en permanente disposición de aprender, de crecer, de confiar en otros y de liderar con sensibilidad. Solo desde ahí es posible promover una mejora continua que beneficie a toda la comunidad escolar.
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