En el ámbito escolar, el error suele verse con recelo, como algo que debe evitarse a toda costa. Sin embargo, cuando quienes ejercen la función directiva comprenden que equivocarse forma parte natural del proceso de aprendizaje, se abren nuevas posibilidades para fortalecer los vínculos humanos dentro de la comunidad educativa. Como lo señala Murillo (2015), asumir el error como una oportunidad permite fortalecer el diálogo, crear espacios de confianza y fomentar relaciones más sanas, basadas en la comprensión y la mejora compartida.
Este enfoque no debilita la autoridad del directivo, al contrario, la humaniza. Permite construir una cultura escolar donde se privilegia el aprendizaje colectivo, se fomenta la escucha activa y se promueve un ambiente donde todos, desde sus distintos roles, se sienten con la libertad de aportar, equivocarse, reflexionar y avanzar juntos. Este tipo de liderazgo sensible contribuye al fortalecimiento del trabajo colaborativo, mejora el clima escolar y, por tanto, incide de forma directa en la experiencia educativa de niñas, niños y adolescentes.
Asumir esta postura no es un acto menor: implica compromiso, humildad y un profundo respeto por la labor de los otros. Implica también renunciar a prácticas punitivas o autoritarias y abrir paso a la construcción de una comunidad escolar que aprende junta, que se apoya y que evoluciona continuamente.
La función directiva encuentra aquí una de sus tareas más valiosas: no solo liderar, sino acompañar con sentido y desde la empatía, sabiendo que los errores también pueden ser semillas de transformación cuando se enfrentan con apertura y se convierten en parte del proceso compartido de mejora.
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