Dirigir una escuela va mucho más allá de coordinar actividades o tomar decisiones administrativas. Implica, ante todo, tejer vínculos humanos profundos con quienes integran la comunidad escolar. Conocer verdaderamente a las personas —a las y los docentes, al personal de apoyo, a madres y padres de familia, y por supuesto, a las y los estudiantes— es un acto de respeto y compromiso que transforma la convivencia cotidiana en una experiencia significativa.
Cuando quienes ejercen la función directiva se dan el tiempo de escuchar, observar y comprender a cada integrante de su comunidad, se crean las condiciones para construir una cultura escolar basada en el reconocimiento mutuo, la empatía y la colaboración. Este tipo de conocimiento no se reduce a saber nombres o funciones, sino que implica comprender trayectorias, necesidades, sueños y desafíos. Desde ahí, el trabajo colectivo cobra sentido y se convierte en una causa compartida.
Sergiovanni (1992) señala que este acto de conocer es la base sobre la cual se cimienta una cultura de respeto y compromiso. No se trata de estrategias, se trata de humanidad. Porque cuando se reconoce al otro como alguien valioso, con voz, con historia, con algo que aportar, se fortalece la confianza, se cuidan los vínculos y se propicia un ambiente donde todas y todos pueden aprender y desarrollarse plenamente.
Este tipo de liderazgo, centrado en las personas, es profundamente transformador. Tiene la capacidad de dignificar la vida escolar, de inspirar el trabajo en equipo y de generar mejores condiciones para el aprendizaje de niñas, niños y adolescentes. Por eso, conocer no es un lujo; es una necesidad para quienes desean construir escuelas más justas, más humanas y más comprometidas con su propósito educativo.
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