Las próximas elecciones del poder judicial

«Las redes digitales se han convertido en nuevas formas de ágora, donde la ciudadanía construye significados, apoya causas y redefine el poder» (Castells, 2012).

La reciente modificación constitucional que transforma la manera en que se elige a los jueces y magistrados en México ha generado un movimiento sin precedentes en la historia democrática del país. Se trata de un giro radical en la forma de acceder a uno de los poderes más herméticos del Estado: el Poder Judicial. Durante décadas, su integración estuvo reservada a élites jurídicas que operaban bajo esquemas de cooptación, selección cerrada, méritos controlados y mecanismos opacos que alejaban a la ciudadanía del sistema de justicia. 

En ese sentido, la resistencia natural que surgió desde diversos sectores —académicos, políticos, judiciales, empresariales e incluso ciudadanos— no fue extraña ni injustificada. Se argumentó, con insistencia, que el voto popular no debía extenderse a espacios que requieren tecnicismo, experiencia y formación especializada. Que elegir jueces era un riesgo, que la calidad jurídica se vería comprometida, que el populismo judicial podía instaurarse y que la justicia debía preservarse de la voluntad de las masas.

Sin embargo, más allá de los discursos técnicos, del debate constitucional y de los marcos teóricos que advertían sobre la erosión de la división de poderes, lo que ha ocurrido una vez que se han dado inicio a las campañas es un fenómeno profundamente humano y social que exige una lectura desde otra perspectiva. Lo que parecía ser una contienda institucional se ha convertido en una movilización ciudadana inesperada, impulsada no tanto por ideologías políticas sino por vínculos afectivos, personales y comunitarios. Las personas comenzaron a recibir mensajes directos de conocidos, de amistades, de antiguos compañeros de estudio, de familiares cercanos y lejanos, solicitando apoyo, compartiendo biografías, difundiendo logros académicos y profesionales, apelando a la confianza construida a lo largo del tiempo. Una ola de mensajes circula hoy por redes sociales, cadenas de WhatsApp, correos electrónicos y publicaciones en todas las plataformas digitales. Cada mensaje lleva consigo no solo una propuesta, sino una historia, un rostro, una narrativa que busca tocar fibras personales para ganar simpatías y, sobre todo, votos.

Así, el proceso electoral ha generado una especie de «nacionalización del Poder Judicial» desde abajo, desde la calle, desde los hogares, desde las conversaciones íntimas. Personas que hace apenas unas semanas o meses manifestaban su desinterés en la jornada electoral, bajo el argumento de que no comprendían el proceso o que no confiaban en su legitimidad, hoy se encuentran reflexionando seriamente sobre su participación. No porque hayan cambiado repentinamente su postura ideológica, sino porque han sido interpeladas por alguien de su entorno, por alguien que les pide, con nombre y apellido, que le otorguen su confianza. Esta personalización del proceso ha generado una nueva forma de acercamiento a la democracia: ya no desde la abstracción del deber cívico, sino desde la emoción de acompañar a alguien conocido, de sentirse parte de un momento histórico, de creer que su voto puede marcar una diferencia concreta.

Este fenómeno pone sobre la mesa cuestiones complejas. Por un lado, se fortalece la noción de participación ciudadana, tan anhelada en otros procesos; por otro, se cuestiona si el voto estará guiado por criterios de idoneidad profesional o simplemente por cercanía afectiva. Sin embargo, incluso dentro de esa tensión, hay un valor indiscutible: la ciudadanía ha tomado conciencia de que el Poder Judicial ya no es un espacio inaccesible. Por primera vez, se percibe como un espacio en disputa legítima, en el que se puede incidir. Esta democratización del interés, este despertar social, tiene el potencial de transformar las dinámicas del poder en México si se encauza con responsabilidad, crítica y sentido ético.

Es necesario, entonces, reconocer que estamos ante una experiencia inédita a nivel mundial. La elección directa de jueces y magistrados por voto popular no tiene precedente en sistemas comparables al mexicano, lo que convierte este proceso en un laboratorio democrático de enormes implicaciones. México se convierte en pionero de una apuesta que, aunque controvertida, pone en el centro de la reflexión el equilibrio entre la legitimidad democrática y la técnica jurídica. Y en ese tránsito, el país debe cuidar no perder los elementos esenciales que dan sustento a un verdadero Estado de derecho: la independencia judicial, la imparcialidad, la formación rigurosa, la ética pública y el compromiso con el bien común.

La movilización actual, sostenida por la tecnología, la comunicación inmediata y las redes de confianza social, es una expresión de que la ciudadanía ha decidido no quedarse al margen. Pero esa energía debe traducirse no solo en participación, sino en discernimiento. Que la emoción no sustituya a la razón, que la simpatía no anule el juicio crítico, que el afecto no desplace la reflexión profunda sobre el perfil y las trayectorias de quienes se postulan. Porque si bien es cierto que todos tenemos derecho a buscar el servicio público, también es cierto que el país necesita, hoy más que nunca, un sistema de justicia fortalecido, con actores capaces de resistir las presiones del poder, de garantizar derechos y de operar con absoluta probidad.

En ese sentido, la reflexión debe centrarse no en si el proceso es perfecto —pues no lo es—, sino en cómo cada persona, desde su espacio, puede contribuir a que esta elección no sea simplemente una contienda de nombres y afectos, sino una oportunidad histórica para transformar la justicia desde una base más representativa, más diversa y, ojalá, más justa. La historia no será indulgente con quienes desperdicien esta oportunidad por apatía o por ligereza. Este momento exige altura de miras, ejercicio ético de la ciudadanía y una firme convicción de que, aún con todas sus imperfecciones, participar críticamente en este proceso puede marcar un parteaguas en la historia de México.

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann.

Doctor en Gerencia Pública y Política Social

https://manuelnavarrow.com

manuelnavarrow@gmail.com

El debate

“El debate es el intercambio de conocimientos; la pelea es el intercambio de ignorancia.” – Robert Quillen

El cierre del primer debate en la contienda para la presidencia de la República en el marco de la elección mas grande de la historia de México ha generado reacciones encontradas, mezclando sensaciones de expectativa y desilusión. La estructura rígida y los limitados tiempos de intervención remiten a una era donde la estética predominaba sobre la esencia, restringiendo las oportunidades para un auténtico diálogo de ideas. Esta metodología tradicional nos condena a enfrentar un dilema donde prevalecen las posturas partidistas sobre las propuestas sustanciales. No obstante, los sondeos indican una tendencia clara, colocando a Claudia en una posición de liderazgo destacado, un escenario que parece consolidarse según análisis de Oraculus/Grupo Fórmula y Polls.mx.

La noche anterior se caracterizó más por un intercambio de ataques personales que por un espacio de debate serio y profundo. Surge, por tanto, la imperiosa necesidad de debates enfocados en temas específicos que permitan una comparativa directa de las distintas opciones políticas. La modernización de los formatos de debate y la inclusión de tecnologías avanzadas podrían ser fundamentales para lograr este objetivo.

Es crucial reflexionar sobre nuestros procesos de pensamiento para reafirmar nuestros puntos de vista de manera consciente, evitando caer en la trampa de la disonancia cognitiva y las cámaras de eco. La disonancia cognitiva, concepto introducido por Leon Festinger en los años 50, describe la tensión que experimentamos al mantener creencias contradictorias o al actuar de forma incongruente con ellas. Este fenómeno motiva a las personas a modificar sus actitudes o comportamientos para aliviar esta tensión, lo que a su vez fomenta el sesgo de confirmación. Este sesgo, exacerbado en las redes sociales, nos empuja hacia una polarización al limitar nuestra exposición a opiniones divergentes, gracias a algoritmos que prefieren mostrarnos contenido que coincide con nuestras interacciones previas.

En este contexto de disonancia cognitiva y cámaras de eco, potenciado por el papel dominante de las redes sociales en la conformación de nuestras opiniones sin ofrecer contrapuntos, los debates deberían servir como foros para la introspección y el análisis crítico. Sin embargo, investigaciones de Vincent Pons y Caroline Le Pennec sobre el impacto de los debates televisados en las elecciones desde 1952 sugieren que su efecto en la intención de voto es limitado, quedando opacado por otras fuentes de información y eventos significativos, como se documenta en www.nber.org/papers/w26572.

Por lo tanto, mientras reflexionamos sobre estas dinámicas, nos aproximamos a la realidad de que, independientemente de quién sea percibido como el ganador o perdedor de estos debates, el verdadero veredicto se emitirá el próximo dos de junio. Será entonces cuando cada elector, armado con sus propias perspectivas y preferencias, decidirá en las urnas. ¿Qué opinas al respecto?

Dr. Manuel Alberto Navarro Weckmann. Doctor en Gerencia Pública y Política Social.

https://manuelnavarrow.com

manuelnavarrow@gmail.com